quinta-feira, 23 de fevereiro de 2017

EL PROBLEMA DE LA TRASCENDENCIA Y EL PROBLEMA DE SER Y TIEMPO




Martin Heidegger
1928
Traducción de Pablo Oyarzun Robles. Edición electrónica de www.philosophia.cl / Escuela de Filosofía Universidad ARCIS.

Martin Heidegger



La comprensión del ser constituye el problema fundamental de la metafísica en general. ¿Qué dice “ser”? (Was besagt Sein?) es, sin más, la pregunta fundamental de la filosofía. No ha de ser expuesto aquí el planteamiento del problema y su “repetición” en «Ser y Tiempo»; en lugar de ello, queremos presentarlo externamente en lemas (Leitsätze) y así fijar el “problema de la trascendencia”.

a) Por lo pronto, una caracterización general: el punto de partida del problema lo constituye la ontología fundamental como analítica de la existencia del Dasein. Esta analítica ocurre en perspectiva ontológico-fundamental y sólo en ésta; desde allí están regulados el punto de partida, la ejecución, el límite y el modo de la concreción de fenómenos determinados. A partir del modo de ser (Seinsart) del Dasein, que es primariamente existencia, se ha de traer a luz la comprensión de ser. Esta constitución de ser (Seinsverfassung) del Dasein es de tal especie, que en ella se hace acreditable la interna posibilidad de la comprensión de ser que esencialmente pertenece al Dasein. Por eso, no se trata de antropología ni de ética, sino de este ente en su ser en general —y por eso, de una analítica preparatoria; la metafísica del Dasein mismo no está todavía en el centro.

b) Los lemas:

1. Para el ente que es tema de la analítica no se escogió el título “hombre”, sino el título neutral “lo Dasein”.[ii] Con él se designa al ente al cual su propio modo de ser no le es indiferente (ungleichgültig[iii]) en un sentido determinado.

2. La peculiar neutralidad del título “lo Dasein” es esencial, porque la interpretación de este ente se ha de llevar a cabo antes de toda concreción fáctica. Esta neutralidad significa también que el Dasein no es ninguno de ambos sexos. Pero esta asexualidad no es la indiferencia de la vacía nulidad, la débil negatividad de una nada óntica indiferente. El Dasein en su neutralidad no es un indiferente nadie y quienquiera, sino la originaria positividad y poderosidad de la esencia.

3. La neutralidad no es la nulidad de una abstracción, sino precisamente la poderosidad del origen, que lleva en sí la interna posibilidad de cada concreta humanidad fáctica.

4. Este Dasein neutral no es nunca el existente; existe el Dasein cada vez sólo en su concreción fáctica. Pero el Dasein neutral es ciertamente la fuente originaria de la interna posibilidad que mana en cada existir y que posibilita internamente la existencia. La analítica habla, en el Dasein, siempre solamente del Dasein de los existentes, pero no [habla] al Dasein de las existencias; lo último sería absurdo, pues sólo se puede hablar al existente. La analítica del Dasein está, pues, antes de toda profecía y de toda anunciación cosmovisiva; tampoco es sabiduría, ésta sólo se encuentra alojada en la estructura de la metafísica. En contra de esta analítica como un “sistema del Dasein” está el prejuicio de la filosofía de la vida. Surge del miedo al concepto, da testimonio de la incomprensión del concepto y de la “sistemática” como arquitectónica del pensamiento que, no obstante, es histórica.

5. Este Dasein neutral no es, por eso, tampoco el singularius (Einzelne) egoísta, no es el individuo óntico aislado. No es la egoidad del singularius lo que se desplaza al centro de la problemática. Pero la consistencia esencial del Dasein, de pertenecerse a sí mismo en su existencia, es lo que ha de asumirse también en el punto de partida. El punto de partida en la neutralidad significa, por cierto, un peculiar aislamiento (Isolierung) del hombre, pero no en el sentido fáctico existentivo, como si el que filosofa fuese el centro del mundo, sino que es el aislamiento metafísico del hombre.

6. El Dasein en general alberga la interna posibilidad para la dispersión fáctica en la corporeidad y, con ello, en la sexualidad. La neutralidad metafísica del hombre íntimamente isolado como Dasein no es una vaciedad abstraída a partir de lo óntico, un ni-esto-ni-lo-otro, sino lo propiamente concreto del origen, el aún-no de la dispersidad (Zerstreutheit) fáctica. El Dasein está en cada caso astillado (zersplittert), en cuanto fáctico, entre otras cosas, en un cuerpo y, a una con esto, entre otras cosas, escindido (zwiespältig) en cada caso en una determinada sexualidad. —Astillamiento, escisión (Zerspaltung): esto, de buenas a primeras, suena negativo (así como “destrucción”), y con estos conceptos negativos se vincula de inmediato, en perspectiva óntica, el momento semántico de lo carente de valor. Pero aquí se trata de algo distinto: se trata de la caracterización de la multiplicación (no de la “multiplicidad”),[iv] que reside en cada Dasein fáctico singularizado en cuanto tal; no, por ejemplo, de la representación de que una gran entidad primordial es, en su simplicidad, ónticamente escindida en muchas singulares, sino de la iluminación de la interna posibilidad de la multiplicación que, como habremos de ver todavía más exactamente, reside en cada Dasein, y para la cual la corporeidad representa un factor de organización. Pero la multiplicidad tampoco es una mera multitud formal de determinaciones, sino que la multiplicidad pertenece al ser mismo. En otras palabras: a la esencia del Dasein en general le pertenece ya, con arreglo a su concepto metafísico neutro, un esparcimiento (Streuung) originario, que en una perspectiva muy determinada es dispersión (Zerstreuung). Sobre esto una indicación rudimentaria: el Dasein no se comporta jamás como existente cada vez únicamente en relación a un objeto, y cuando es así, entonces sólo en el modo del soslayar otros entes siempre previa y simultáneamente comparecientes. Esta multiplicación no ocurre porque haya muchos objetos, sino al revés. Esto vale también acerca del comportamiento relativamente a sí mismo, y, desde luego, en conformidad con la estructura de la historicidad en el sentido más amplio, en la medida en que el Dasein acontece como prolongación (Erstreckung). Otra posibilidad esencial de la dispersión fáctica del Dasein es su espacialidad. El fenómeno de la dispersión del Dasein en el espacio y dentro de él se muestra, por ejemplo, en que todas las lenguas están primariamente determinadas por significaciones espaciales. Por cierto, este fenómeno sólo puede ser esclarecido cuando se plantee el problema metafísico del espacio, lo que primeramente se hace visible tras haber recorrido el problema de la temporalidad (en términos radicales: metontología de la espacialidad; cf. Apéndice).

7. Esta dispersión trascendental perteneciente a la esencia metafísica del Dasein neutro —como la posibilidad vinculante de su astillamiento y escisión en cada caso existenciales y fácticos—, esta dispersión, [pues,] se funda en un carácter originario del Dasein: el arrojamiento (Geworfenheit).

8. Esta arrojada dispersión en lo múltiple que ha de tomarse metafísicamente es la presuposición para que, por ejemplo, el Dasein, en cuanto en cada caso fáctico, pueda dejarse llevar por el ente que él no es, pero con el cual por lo pronto se identifica precisamente sobre la base de la dispersión. El Dasein puede, por ejemplo, dejarse llevar por aquello que en el más amplio sentido llamamos naturaleza. Sólo lo que con arreglo a su esencia está arrojado y enredado (befangen) en algo puede dejarse llevar y envolver (umfangen) por ello. Esto vale también a propósito de la absorción del Dasein primitivo, mítico, en la naturaleza. El Dasein mítico tiene, en su ser-llevado, la peculiaridad de no ser consciente de sí mismo en lo que respecta a su modo de ser (con lo cual no se dice que le falta una conciencia de sí). Pero, una vez más, pertenece a la esencia de la dispersión fáctica el que el arrojamiento y el enredamiento le queda oculto de la manera más profunda, y precisamente de ello le viene al Dasein la simplicidad y “des-preocupación” de un absoluto ser-llevado.

9. La esencial dispersión arrojada del Dasein, comprendida aún de manera completamente neutral se documenta, entre otras cosas, en que el Dasein es ser-con con el Dasein. Este ser-con con… no surge sobre la base de un fáctico ser-juntamente-ahí, no sólo se explica sobre la base de un ser copulativo (gattungshaften) putativamente originario de los seres corpóreos divididos en sexos, sino que esta copulativa tendencia recíproca y la unión copulativa tiene como presuposición metafísica la dispersión del Dasein como tal, es decir, el ser-con en general. Pero jamás y de ningún modo puede derivarse este carácter metafísico fundamental del Dasein a partir de la organización copulativa, de la vida en conjunto. Sino que la corporeidad y sexualidad en cada caso fáctica sólo explica —y esto también sólo en los límites de la contingencia esencial de toda explicación— en qué medida el ser-con de un Dasein fáctico es constreñido precisamente en esta determinada dirección fáctica, en la cual son cegadas o permanecen clausuradas otras posibilidades.

10. El ser-con como relación existentiva propia sólo es posible en tanto que cada co-existente puede ser y es propiamente él mismo, en cada caso. Pero esta libertad del estar-uno-con-otro presupone en general la posibilidad de la autodeterminación de un ente del carácter del Dasein, y resulta problemático cómo puede existir el Dasein en cuanto esencialmente libre en la libertad del ser-uno-con-otro fácticamente vinculado. En la medida en que el ser-con es una determinación metafísica fundamental de la dispersión, muéstrase aquí que ésta se funda en última instancia en la libertad del Dasein: la esencia metafísica fundamental del Dasein metafísicamente aislado tiene su centro en la libertad. Pero ¿cómo ha de aprehenderse metafísicamente el concepto de la libertad? Este parece demasiado vacío y demasiado simple. ¡No obstante, la inexplicabilidad óntica no excluye el comprender ontológico-metafísico! Libertad es el título para problemas centrales (in-dependencia, vinculación, regulación, medida), algunos de los cuales serán tocados a propósito de la elucidación del concepto de mundo (§ 11c).

Con esto queda dicho en forma de tesis aquello de lo cual trata la analítica del Dasein. Se requiere todavía de dos lemas más, a fin de clarificar cómo llega a cumplirse esta analítica.

11. Esta metafísica del Dasein, por lo pronto como analítica, sólo ha de ganarse en el libre proyecto de la misma constitución de ser. Porque el Dasein existe en cada caso como él mismo, y el ser-sí-mismo, así como el existir, únicamente es, en cada caso, en su ejecución (Vollzug)[v], por eso precisamente el proyecto de la constitución fundamental ontológica del Dasein tiene que surgir en cada caso de la construcción de una posibilidad extremísima de un poder-ser propio y total del Dasein. La dirección del proyecto va hacia el Dasein como un todo y hacia las determinaciones fundamentales de su totalidad, si bien ónticamente sólo es en cada caso como existente. Dicho de otro modo: ganar la neutralidad e isolación metafísica del Dasein en general sólo es posible sobre la base del conato (Einsatzes) existentivo extremo del proyectante.[vi]

Este conato es necesario y esencial para el proyecto metafísico, para la metafísica en general, pero por eso mismo, justamente, en cuanto comportamiento existentivo singular, no es normativo y ni vinculante dentro de las múltiples posibilidades concretas del existir fáctico de cada caso. Pues precisamente el proyecto metafísico mismo descubre la finitud esencial de la existencia del Dasein, que sólo es comprendida existentivamente en la inesencialidad del sí-mismo, que sólo se hace concreta —según puede ser fundamentado metafísicamente— por medio del servicio y en el servicio del todo en cada caso posible; el cual se manifiesta en el preguntar metafísico de un modo completamente propio. Sin embargo, en qué medida resida en el proyecto metafísico y en la instalación existentiva del que filosofa también un rendimiento existentivo y, a saber, uno indirecto, eso es un problema aparte.

12. Ahora bien: en vista de la neutralidad y aislamiento metafísico del Dasein, la interpretación ontológica de sus estructuras tiene precisamente que ser concreta; la neutralidad no es de ninguna manera idéntica con la indeterminación del concepto vago de una conciencia en general; la genuina universalidad metafísica no excluye la concreción, sino que es, en cierta perspectiva, lo más concreto, tal como ya vio Hegel, si bien lo extralimitó. La concreción del análisis de los fenómenos del Dasein, que le dan dirección y contenido al proyecto metafísico, induce fácilmente a tomar estos fenómenos del Dasein, primeramente, por sí mismos y, en segundo lugar, a absolutizarlos por el lado equivocado en cuanto existentivos en su versión extrema, condicionada ontológico-fundamentalmente. Cuanto más radical la instalación existentiva, tanto más concreto el proyecto ontológico-metafísico; pero cuanto más concreta esta interpretación, tanto más fácil el malentendido de principio de que la instalación existentiva sería como tal lo esencial y lo único, en tanto que ella se manifiesta, precisamente en el proyecto, en su falta de importancia personal de cada caso.

La instalación existentiva de la ontología fundamental conlleva la apariencia de un extremo ateismo individualista, radical —ésta es la interpretación cosmovisiva de la que se echa mano. Pero ha de probarse si le asiste la razón, y en caso de ser así, qué sentido metafísico, ontológico-fundamental tiene. No obstante, no se debe perder de vista que con una semejante clarificación ontológico-fundamental no se ha decidido nada todavía; antes bien, deberá mostrarse, precisamente, que de este modo nada es decidible; sin embargo, igualmente persiste siempre la necesidad fáctica de la “presuposición” de una situación fáctica.

Estos lemas deben indicar abreviadamente qué propósito está en la base de una analítica del Dasein y qué es lo que ella requiere al ser llevada a cabo. El propósito fundamental de esta analítica es la evidenciación de la interna posibilidad de la comprensión de ser, y esto quiere decir, a la vez, de la trascendencia.

Ahora bien: ¿por qué la analítica preparatoria del Dasein con vistas al develamiento de la posibilidad de la comprensión de ser es una puesta de manifiesto de la temporeidad[vii] del Dasein? ¿Por qué el proyecto metafísico del Dasein se mueve en dirección al tiempo y a su interpretación radical? ¿Acaso porque la teoría de la relatividad trata del tiempo, vale decir, del principio de una medición objetiva del tiempo? ¿O acaso porque Bergson, y en su secuela Spengler, tratan del tiempo? ¿O porque Husserl ha trabajado la fenomenología de la conciencia interna del tiempo; o porque Kierkegaard habla de la temporalidad en sentido cristiano, a diferencia de la eternidad; o quizá porque Dilthey considera central la historicidad del Dasein, y pone en conexión historicidad y tiempo? ¿Estaría, pues, proyectada la analítica del Dasein en dirección al tiempo porque se ha pensado que uno se las puede arreglar muy bien fundiendo todos esos nombres? ¿Brevemente, porque puede a uno ocurrírsele que hay que entremezclar esos diversos tratamientos del problema del tiempo y, como se dice, pensarlos “hasta sus últimas consecuencias”? Esta es, con mucho, la representación que el pequeño Moritz tiene de la filosofía, y que cree que de cinco autores se hace un sexto; (yo ya discutí a Kierkegaard cuando todavía no había literatura dialéctica, y a Dilthey, cuando era indecente mencionarlo en un seminario filosófico). Por lo demás, el llamado pensar hasta las últimas consecuencias tiene su propio sesgo. Para pensar algo hasta las últimas consecuencias, e incluso a Kierkegaard, Husserl, Bergson y Dilthey juntos, hay que tener previamente esa ultimidad, en dirección a la cual ha de pensarse hasta las últimas consecuencias; y siempre queda la pregunta: ¿por qué precisamente los mencionados?

Pero, antes bien, la analítica del Dasein como temporeidad con vistas al develamiento de la interna posibilidad de la comprensión de ser no está determinada por ninguna otra cosa más que por el contenido de relaciones (Sachverhalt) de este problema fundamental de la metafísica; dicho más exactamente: por la visión fundamental de que la comprensión de ser está en una conexión originaria, pero, por de pronto, completamente oscura y enigmática, con el tiempo.

Si la analítica de la temporeidad gana así, primeramente, su dirección a partir del problema metafísico fundamental, la interpretación del tiempo habida hasta ahora, desde Aristóteles, a través de Agustín, hasta Bergson, puede ser asumida y apropiada en su contenido decisivo, y sería una curiosa ingenuidad querer privarse de estos auxilios, aun si fuesen indirectos, como aquel que se encuentra en Aristóteles, el cual ha determinado toda problemática posterior del tiempo, y no en último término la de Bergson.

Pero ¿por qué está el tiempo en conexión con la comprensión de ser? Esto no está a la luz del día. Y sin embargo —porque nada accesible está absolutamente oculto, pues de otro modo precisamente no sería accesible para el Dasein finito— hay también indicaciones para esta conexión y hacia ella. Antes de que las sigamos, anteponemos un recordatorio que nos sirve para una aprehensión más aguda de la problemática de la comprensión de ser.

Ya tempranamente reconoció y fijó Parménides la correlación entre εäναι y νοειν το γαρ αυτο νοειν εστιν τε και εäναι (fragm. 3). Por cierto hay que hacer aquí a un lado, por lo pronto, malos entendidos. En el siglo XIX hay tentativas de reclamar esta sentencia para diversas concepciones de teoría del conocimiento. Se vio en ella, por ejemplo, un “primer destello del idealismo”, como si Parménides hubiese querido decir que el sujeto es aquello que primeramente pone al ente en cuanto ente, o como si hubiese pensado de la manera en que se entiende a Kant: que los objetos se rigen según el conocimiento. Todo esto contiene un cierto núcleo de verdad, en la medida en que con Parménides se expresa por primera vez que el ser está referido al sujeto. Pero aquí lo esencial es precisamente esto: el εäναι correlacionado con el νοειν no está, desde luego, diferenciado claramente del οφων, pero esto ciertamente no significa que el οφων sólo fuese ente en tanto que sea causado o producido por un νοειν, no se mienta aquí la dependencia óntica causal o el “poner”. Tan precipitado como hablar de causación óntica sería buscar en Parménides el así llamado prejuicio criticista, es decir, un motivo gnoseológico en el sentido del giro copernicano, lo cual, por lo demás, descansa en una mala comprensión de Kant.

En oposición a interpretaciones de esta laya, se apunta que en toda la filosofía antigua no hay un tal idealismo. A esto ha de decirse, ciertamente, que la interpretación del pensamiento parmenídeo como “realismo” es igualmente insostenible, puesto que no se trata aquí de una toma de posición con respecto a la relación del ente en general con el sujeto entitativo (zum seienden Subjekt), sino de un primer alborear del problema metafísico propiamente tal del ser en general. No es cosa de si el sujeto pone al ente o si, en cuanto cognoscente, se rige según el ente, sino de en qué modo el hombre comprende en general algo así como ser. Precisamente quien, en teoría del conocimiento, no piensa en términos idealistas, se cree, particularmente hoy en día, en ventaja con respecto al así llamado criticismo y cree ser así el albacea de la tradición medieval y antigua, mientras que sólo representa el reverso del idealismo, es decir que también piensa en términos de teoría del conocimiento y no puede aprehender el problema; la verdad es que lo puede mucho menos.

Entonces, si se tiene siquiera alguna noción acerca del problema fundamental de la filosofía antigua y se la coge a ésta de manera suficientemente originaria en su raíz, de ningún modo puede tratarse de tomas de posición y puntos de vista en el sentido del realismo o del idealismo, y esto, desde luego, no sólo porque ambos sean igualmente insostenibles como preguntas gnoseológicas, sino porque en el problema fundamental (el ser) no se trata aún en absoluto de teoría del conocimiento, y [porque] este problema precede a todo problema del conocimiento. A fin de ver esto, desde luego tienen que haberse aprehendido efectivamente los problemas fundamentales de la metafísica antigua y se tiene que ver a través de ellos concretamente.

Una reflexión más fácilmente accesible en el «Teeteto» (185 a ss.) muestra cómo Platón desarrolla la tesis de Parménides sobre νοειν y εäναι como el problema de la relación del ser con el alma, ψυχ¯. Allí declara Sócrates a Teeteto que el ser, la alteridad, la mismidad, la igualdad, todo esto no puedes aprehenderlo mediante el oír ni el ver. Y no obstante dices que “son”, a pesar de que no ves el ser ni lo oyes. Cuando dices “salado”, sabes a qué facultad tienes que atenerte, esto es, al gusto. En cambio, para el ser no encontrarás órganos del cuerpo, sino que me parece que el alma toma por sí misma en la mirada todo aquello que expresamos acerca de todo en cuanto que es. —Muéstrase aquí que no obtenemos todas las determinaciones de ser de especie primaria a través de órganos corpóreos, sino que el alma misma, puramente a partir de sí, se refiere en conformidad con su interna libertad al ser. — El alma se extiende a sí misma por sí misma hacia el ser, es decir, el alma es, puramente por sí misma, la que en el modo de la epórexis comprende algo así como ser.

Para el planteamiento de Parménides y su desarrollo en la filosofía griega retenemos lo siguiente: el ón 1. no es derivado ónticamente del νοειν o del λεγειν (éstos son, más bien, un δελουν, un hacer manifiesto. 2. No se trata de una tesis gnoseológica sobre una inversión de la nexo regulativo (Massstabverhältnisses) en el conocer. Ambas malinterpretaciones descansan metafísicamente en la relación sujeto-objeto y toman el problema demasiado fácilmente. Como mostró también el documento que extrajimos del «Teeteto», se trata más bien del problema del ser, por cierto sólo incipiente, y éste está orientado al “sujeto” como ψυχ¯. Y allí, lo que llamamos subjetividad es vacilante todavía. Además tenemos que distinguir lo que de ella es expresamente sabido y conocido bajo títulos tales como νοειν, νους, λñγος, ψυχ¯, νοησις y οφρεζις; y ello sin perjuicio de que surja todavía de otro modo, en τεχνη y πραζις, también eso es conocido, si bien no en su función ontológica. En términos positivos, ha resultado, para el problema del ser, que subsiste alguna conexión especial entre ser y subjetividad (Dasein).

Después de este recordatorio preliminar podemos seguir las indicaciones hacia la conexión entre tiempo y comprensión de ser. Hay una más extrínseca (a) y otra que ya apunta más al centro del problema (b).

a) En vista del tiempo el ser es dividido en las siguientes regiones de ser: 1. lo intratemporal (naturaleza e historia), 2. lo extratemporal y 3. lo supratemporal, ambos últimos como lo intemporal.[viii]

Se puede objetar que esta indicación prueba con tanta o mayor fuerza que el ente, que es extratemporal y supratemporal, es sin el tiempo, que, precisamente, no todo ente es “en el tiempo”. ¡Desde luego! Pero la pregunta es si con eso queda agotada la referencia del ente al tiempo. Pues ha de observarse que la pregunta es una muy distinta; no si el ente es o no en el tiempo, sino si el ser del ente es comprendido en vista del tiempo. Y de esto resulta que lo extra- y supratemporal se entiende ónticamente como no en el tiempo, pero esto “in-temporal” es precisamente sólo un determinado modus de la relación al tiempo, así como el reposo inmóvil es un modus del movimiento, sólo que aquí subsiste una relación más radical. Por lo tanto, es menester explicar por qué y cómo es posible esta relación, y con qué necesidad interna ya la comprensión vulgar del ser del ente se remite al tiempo. Además: la referencia al tiempo que está en cuestión no queda agotada, y ni siquiera se atina a ella, por medio del [concepto del] tiempo en el sentido de la intratemporalidad. Esta misma comprensión de ser ha menester de elucidación. También el ente que no es “en el tiempo”, y precisamente éste, es comprensible en referencia a su ser sólo sobre la base del tiempo; pero para esto hay que concebir más radicalmente el tiempo. Ser es comprendido a partir de una referencia al tiempo, pero el problema de esta referencia de ser y tiempo es el “y”.

b) Nuestra pregunta es en qué medida fue vista ya una interconexión entre ser y tiempo. Tras la primera indicación, muy rudimentaria, seguimos ahora una segunda*, que en sí es doble (α, β).

α) El título terminológico para el ser del ente, que por cierto se emplea con igual frecuencia para el ente mismo es οéσÛα: ent-idad (Seiend-heit). Ella es lo que constituye al ente en cuanto ente, al ον, al ser. Y οéσÛα misma tiene una doble significación, que no es casual, y que por primera vez aparece agudamente en Aristóteles, pero que ya en Platón puede ser establecida por doquier:

OéσÛα es ser en el sentido del modus existendi, del ser presencial (des Vorhandenseins). P. ej., «Teeteto», 155 e 4 ss.: ειφσιν δ’ ουτοι ουδεν αλλο οιφομενοι εäναι η ου δυνονται αφπριζ τñν χερñν λαβεσθαι, πραζει δ’ και γενεσεις και παν τñ αφορατον ουκ αφποδχομενοι… aquellos que creen que nada está presente más que lo que pueden asir con las manos; todo lo demás no pertenecería al dominio de la ousía, del ser presencial.

OéσÛα es ser en el sentido del modus essendi: ser-qué, quididad (Wasgehalt), esencia, aquello que hace de algo lo que es — sea que “exista” o no. La traducción latina essentia (desde Boecio) no atina, por eso, a la οéσÛα griega; ésta es más rica, significa también existentia. Aristóteles quiere dar ambas significaciones al diferenciar la προτη οéσÛα, este ente, tal como existe, el hecho-de-ser (Dass-sein), y la δευτερα οéσÛα, el ser-qué, la esencia.

Ambas significaciones fundamentales están orientadas al tiempo. Existentia: aquello “existe” propiamente, ser en cuanto existentia se anuncia en aquello que es αφει ον, que es siempre y que nunca no es en ningún ahora, lo que es “en todo tiempo ahí”. Essentia significa el qué, la äδ¡α, aquello que determina de antemano a cada ente como ente y, que por eso, como οντο ον, es primera y rectamente αφει ον. La referencia al tiempo no sólo se hace visible en este carácter de la duración constante, del αφει, sino, aun más originariamente, aunque de manera más encubierta, en algo otro.

OéσÛα, el título para el ente y su ser (quididad y hecho de ser, a una) es también un título óntico, y, por cierto, precisamente para aquello que en el Dasein cotidiano del hombre es siempre disponible: las cosas de uso, casa y huerto, riqueza, posesión, aquello que en el uso cotidiano está en todo momento a la mano, lo por lo pronto y las más de las veces siempre presenciante (Anwesende). La significación temporal de οéσÛα aparece en esta significación pre-filosófica todavía más nítidamente. Lo presente en este sentido no es solamente y no es tanto αφει, sino que (está) presente (gegenwärtig) en todo ahora — pero el presente, aquí, como carácter tempóreo en el sentido de la presencia (Anwesenheit). OéσÛα es a menudo sólo una abreviatura de παρουσÛα, presencia. El παρ como título para el ser-presencial-junto-a (das Anwesendsein-bei), para el constante presente de algo en la más próxima cercanía, aparece en todos los problemas ontológicos capitales de Platón.

Ente es lo siempre presencial — en constante presencia. Constancia y presencia poseen carácter temporal en un sentido por de pronto problemático. (Si comparamos con esto los giros anteriormente mencionados en Tomás: intuitus praesens, omne praesentialiter subjectum, esse Dei como actus purus, en principio se muestra el mismo concepto de ser.)

β) Pero todavía en otro respecto vino a luz la relación de ser y tiempo — aun cuando no llegó a ser problema, sino que fue meramente admitida. De aquello que determina al ente en cuanto ente, del ser (como äδ¡α y γενος), se dice en la ontología antigua (Aristóteles) que es próteron que el ente, y, a saber, un πρñτερον de su propia especie; como πρñτερον φæσει se lo diferencia del πρñτερον γνÅσει, el πρñτερον πρñς ηyμας. Ser es anterior (früher) al ente; este “anterior a” que le es atribuido al ser es una “determinación” caracterizadora, no atañe a la γνωσις como orden de la aprehensión del ente. Ser es anterior a, es lo esencialmente “anterior”, es desde antes, dicho en la lengua de la ontología posterior: a priori. Todo preguntar ontológico es un preguntar por el “apriori” y un determinarlo.

“Anterior a”, esto es manifiestamente una determinación de tiempo: no hay un anterior sin tiempo. ¡Pero anterior a todo “anterior a” posible es el tiempo! Por tanto: si ser es πρñτερον, a priori, entonces está en una conexión originaria con el tiempo. En todo caso, lo que quiere decir aquí “anterior”, es decir, tiempo, permanece oscuro, y completamente enigmático, si se intenta salir del paso con el concepto vulgar de tiempo. Inmediatamente se ve que esto no resulta; incluso ya los griegos lo desecharon por medio de la mencionada distinción.

El ser es πρñτερον no en cuanto πρñτερον πρñς ηyμας, no en el sentido de que fuese conocido por nosotros como tal antes que el ente. Más bien aprehendemos por de pronto siempre al ente, y las más de las veces se queda en eso, sin que aprehendamos al ser como tal. En el orden del ser-aprehendido el ser no es, por consiguiente, lo anterior, sino lo más tardío. Y sin embargo es un anterior φæσει (de ahí que haya ente en cuanto objeto), es, desde sí, anterior. Lo que esto quiera decir es, desde luego, oscuro y ambiguo; todo esto está ontológica o metontológicamente inexplicado y se comprende, por lo tanto, ónticamente. No obstante, ser no es un ente, a pesar de que se lo sitúe en el grado del οντο ον. Lo anterior tampoco quiere decir un ser-presencial-anterior del ser como el de algo que en cierto modo es ente antes que otros entes. Lo anterior no pertenece, según eso, ni al orden del ser-aprehendido ni al orden del ser-presencial, no es ni lógica ni ónticamente anterior, no es ninguna de ambas cosas. ¡Y sin embargo!

A menudo dijimos ya que ser es comprendido de antemano en todo aprehender de ente, la previa comprensión de ser da, por así decir, luz a todo aprehender de ente. “Ya de antemano”, “previo” — ¿no es acaso eso anterior? ¡Por cierto! Pero también dijimos que lo anterior no concierne al orden del aprehender —y ahora hablamos de la previa comprensión de ser, de un comprender de antemano; el πρñτερον de la οéσÛα, de la äδ¡α, no es, empero, un πρñτερον γνÅσει. Pero cabe observar que γνωσις, bien entendida, significa aquí siempre conocimiento del ente, y el rechazo de este πρñτερον quiere decir solamente, en sentido negativo, que ser no es el ente, y su ser-aprehendido no reside en el orden del aprehender del ente. Así, al fin, el ser es perfectamente anterior por respecto al ser-aprehendido en un sentido amplio, ante toda aprehensión del ente. Y al fin el ser se da de un modo que es totalmente diferente a la aprehensión del ente. El ser se da (gibt sich) “en sí” en un sentido originario —es πρñτερον φæσει y πρñς ηyμας; sólo que, bien entendido, no como algo óntico entre otros. El ser es el único “en sí” y el genuino [“en sí”]—de ahí la originariedad de la comprensión de ser, es decir (como habrá de mostrarse) la libertad.

El ser es anterior, ni óntica ni lógicamente, sino anterior en un sentido originario, que está antes de ambos, y antes de ambos en un modo en cada caso distinto, —no es ni óntica ni lógicamente anterior, sino ontológicamente. Pero éste es el problema. Es decir, es justamente problema cómo el ser es “anterior”, cómo se relaciona originariamente qua ser con el tiempo. Ser y tiempo, ¡éste es el problema fundamental! Y mientras no sea planteado, o sea, relativamente resuelto, el mismo empleo del título “a priori” se queda falto de licitud y acreditación, y asimismo el hablar de a posteriori, así como de la diferencia en general.

Ser es lo anterior en un sentido oscuro. En cierto modo destella cuando indicamos hacia algo otro, lo cual ante todo vio Platón en su doctrina de la anámnesis. El ser es aquello de lo que volvemos a acordarnos, aquello que nos dejamos dar como algo que, a ese propósito y con esa ocasión, comprendemos como tal, que se nos ha dado ya y siempre ya; lo que nunca es extraño, sino siempre conocido, “nuestro”. Ser es, según esto, algo que nosotros siempre comprendemos ya y de lo cual sólo necesitamos acordarnos para tomarlo como tal. Aprehendiendo al ser no aprehendemos nada nuevo, sino algo en el fondo conocido, es decir, algo en cuya comprensión nosotros ya existimos siempre, en cuanto que nos relacionamos con aquello que ahora llamamos el ente. Esta rememoración atañe al ser y manifiesta, por consiguiente, una originaria referencia del ser al tiempo: ya siempre ahí y, sin embargo, aprehendido siempre sólo en el regresar a él. Este no es el recuerdo vulgar de lo ónticamente sucedido, del ente, sino el recuerdo metafísico, en el cual se anuncia aquella referencia originaria del ser al tiempo. En este recuerdo metafísico se comprende el hombre en su esencia propiamente tal: como el ente que comprende el ser y se relaciona con el ente sobre la base de esta comprensión.

Según Platón (Fedro 249 b 5 . c 6), un viviente que jamás ha visto la verdad no puede nunca percibir la figura de un hombre. Pues el hombre, en correspondencia con su modo de ser tiene que comprender y saber, de modo que, con tal ocasión, interpele lo conocido por él en referencia a su ser (κατει το λεγειν). El hombre sólo puede tener la verdad sobre algo en tanto que comprende al ente en su ser. La comprensión del ser es una rememoración de aquello que nuestra alma ya vio antes; antes, ciertamente, cuando ella todavía deambulaba junto a Dios y veía por encima de aquello que ahora denominamos el ente. Platón ve en el fenómeno de la rememoración una referencia de la comprensión de ser al tiempo, pero sólo puede esclarecérsela por medio de un mito.

Hasta aquí las indicaciones con respecto a una conexión del problema del ser con el tiempo.

Ahora bien: el problema del ser es el problema de la filosofía en general, y en la más estrecha conexión con él está el problema conductor de la trascendencia, al cual nos ha llevado la pregunta por la esencia del fundamento y por la conexión esencial de fundamento y verdad, en conformidad con nuestro tema: la lógica como metafísica de la verdad siguiendo el hilo conductor del problema del fundamento. Si, de este modo, el problema del ser es absolutamente central, en general y para nuestra pregunta en particular, si, además, esta relación de ser y tiempo subsiste, si, por último, esta relación permaneció hasta ahora encubierta y era admitida como algo de suyo comprensible, entonces ha de plantearse efectivamente este problema central del ser y de su referencia al tiempo, y esto quiere decir: el problema central tiene que ser planteado y elaborado, en vista de su significación fundamental para la filosofía como tal, 1. radicalmente y 2. universalmente.

1. La radicalización del problema del ser. Se ha indicado una relación entre εäναι y ψυχ¯ y entre εäναι y χρονος, así como, en la αναμνησις, entre ψυχ¯ y χρονος. La relación entre ser y alma ha de ser concebida más originariamente, y asimismo la de ser y tiempo —pero esto significa elucidar la relación entre alma y tiempo.

Ser y alma: esto significa mostrar cómo reside la comprensión de ser en aquello que se designa como alma, o sea, en el ente cuyo ser está primariamente determinado por el alma; para ello se requiere una interpretación originaria y adecuada del Dasein. Puesto que ésta es emprendida con vistas a la pregunta del ser en general, tal interpretación es también metafísica, ontológica, esto es, se trata de traer a luz la específica peculiaridad del ser del Dasein, para hacer visible, a partir de eso, cómo éste encierra, con su peculiaridad, algo así como la comprensión de ser. Pero al intentar una interpretación ontológicamente originaria y adecuada del Dasein se muestra que la tradición precisamente no interpretó a este ente metafísicamente de manera originaria y adecuada y, ante todo, no en el contexto del problema fundamental, y, desde luego, no por negligencia e impotencia, sino por razones que residen en la esencia de la génesis de la comprensión de ser misma.

Pero una interpretación ontológicamente originaria del Dasein significa a la vez una interpretación originaria del tiempo. También éste es interpretado como algo meramente dado (Vorhandenes), a saber —de acuerdo al concepto tradicional de tiempo— a partir del ahora.

Ha de emprenderse, por lo tanto, lo mismo que del Dasein, una interpretación originaria del tiempo, esto es, una elucidación originaria de la conexión entre ambos. Que el tiempo sea egn tn/?cuxh?, in anima, es una antigua visión (cf. Aristóteles y Agustín). Pero el tiempo es considerado como algo allí meramente dado, que de algún modo está presente (vorhanden) en el alma. Esto todavía está completamente inaclarado en Kant (como problema de la conexión de tiempo y yo pienso) y en sus sucesores. Recientemente Bergson ha buscado aprehender el concepto de tiempo más originariamente. Él ha hecho más nítida que todos los anteriores la imbricación del tiempo en la conciencia. Pero lo esencial permanece en él sin ser decidido, y ni siquiera llega a constituirse en problema. Desarrolla su interpretación del tiempo sobre el suelo del concepto tradicional de conciencia, de la res cogitans de Descartes. El problema metafísico fundamental de la conexión originaria entre Dasein y temporeidad no se plantea, ni menos el problema del ser en general, para el cual el primeramente mencionado debe ser preparatorio.

Pero si el ser tiene una referencia originaria al tiempo, y si la comprensión de ser pertenece originariamente a la esencia del Dasein, a su interna posibilidad, entonces el tiempo tiene que co-determinar esta posibilidad interna; es decir, hay que evidenciar la temporeidad como la constitución fundamental del Dasein, y esto en vista del problema del ser y conducido por éste. Pero a través de esto cambia el concepto mismo de tiempo. De aquí surge una posición fundamental con respecto a la historia de la metafísica en general. Escuchamos antes: ser — el apriori. Si el apriori es un carácter fundamental del ser, y si el apriori es una determinación de tiempo, pero tiempo y ser están interconectados, de modo tal que la comprensión de ser está arraigada en la temporeidad del Dasein, entonces subsiste una conexión interna entre el apriori y la temporeidad, es decir, la constitución de ser del Dasein, la subjetividad del sujeto. Entonces, por ende, no es ningún prejuicio idealista arbitrario, según se proclama hoy gustosamente, el que el problema del apriori, en Platón y Aristóteles, lo mismo que en Descartes, Leibniz, Kant y el idealismo alemán, esté entrelazado de la manera más estrecha con el problema del sujeto, por mucho que la conexión haya sido tan oscura hasta ahora.

2. La universalización del problema del ser. También aquí el problema se ha vuelto hoy extraño, e incluso se lo hace extraño por medio de un movimiento que aparentemente renueva la ontología y la metafísica. Es una extendida mala comprensión de la ontología, proveniente del kantismo, opinar que, cuando se plantea un problema ontológico, se toma una decisión gnoseológica en favor del realismo, puesto que éste hace valer el ente-en-sí.

El interés de hoy en la ontología fue despertado sobre todo por la fenomenología. Pero Husserl y Scheler, y ya derechamente los restantes, tampoco vieron la envergadura de la ontología. También aquí, como por doquier, en Rickert, por ejemplo, se entiende por ontología una consideración que hace cuestión del ser-en-sí de las cosas en su así llamada independencia respecto del sujeto. La pregunta por la subjetividad no debe ser una pregunta de la ontología, sino debe pertenecer a la teoría del conocimiento. Ontología debe significar: acentuación del objeto, después de que hasta ahora sólo había valido el sujeto. En este sentido, se aúna la ontología con la posición gnoseológica del realismo —en oposición al idealismo—. La ontología tendría que soslayar en lo posible al sujeto, en tanto que la necesidad fundamental consiste, al revés, en hacer de la subjetividad un problema. Contrariamente a esto, la ontología, en la comprensión actual, no vale primeramente como ciencia del ser, sino del ente, y, esto quiere decir, en segundo lugar, de los objetos, de la naturaleza en el sentido más amplio.

En la renovación de la ontología se ve un retorno a la escolástica realista medieval y a Aristóteles, con lo cual éste aparece como embozado padre de la Iglesia. En este sentido se busca también en Kant el motivo ontológico. En Scheler, N. Hartmann y Heimsoeth se suscita la representación de que habría en Kant, junto a sus reflexiones gnoseológico-idealistas, otras de así llamado carácter ontológico-realista, tendencias a admitir también, y todavía, la consistencia del mundo objetivo. Esta representación de la ontología es un contrasentido y no es ni aristotélica ni kantiana.

Precisamente aquello que la putativa exégesis ontológica de Kant hace valer como teoría del conocimiento es la ontología propiamente tal; la metafísica no ha de ser contrapuesta a la teoría del conocimiento. Más bien es necesario poner de manifiesto que la analítica de la «Crítica de la razón pura» es el primer intento, desde Platón y Aristóteles, por hacer de la ontología efectivamente un problema filosófico. Pero se tiene una tal empresa por imposible, dado que Kant es criticista, es decir, porque se tiene la opinión kantianista de que el conocimiento no se rige por el objeto, sino que éste por el conocimiento.

El problema ontológico no tiene primeramente nada que ver con el reputado pseudoproblema de la realidad del mundo externo y de la independencia del ente-en-sí respecto del sujeto aprehensor. Antes bien, el problema ontológico estriba precisamente en ver que esta así llamada cuestión del conocimiento no se puede ni siquiera plantear si no se ha esclarecido qué quiere decir el ser-en-sí de lo meramente presente. Pero esto ni siquiera puede plantearse como problema, ni mucho menos resolverlo, si no se ha aclarado cómo tiene en general que plantearse la pregunta por el sentido de ser.

Pero esta desestimación de un error ampliamente difundido, que vuelve profundamente estéril todo así llamado interés por la metafísica, se queda sólo en lo negativo. Desarrollar positivamente la universalización del problema del ser significa mostrar qué preguntas fundamentales, interdependientes entre sí, encierra en general la pregunta por el ser. ¿Qué problemas fundamentales son mentados con el simple título “ser”, cuando se pregunta por ser y tiempo?

El problema ontológico fundamental no sólo no es idéntico con la pregunta por la “realidad” del mundo externo, sino que este problema presupone uno genuinamente ontológico: la elucidación del modo del hecho-de-ser (Dass-sein) de las cosas y de su constitución regional. Entre tanto, la existencia (Dasein) de las cosas materiales de la naturaleza no es, desde luego, la única; también la historia es, las obras de arte son. La naturaleza misma es de diversos modos: espacio y número, vida, el Dasein humano. Hay una multiplicidad de modi existendi, y éstos lo son a la vez, en cada caso, de entes de determinado contenido, de determinado ser-qué. El título “ser” está entendido en esta amplitud, de suerte que abarca todas las regiones posibles. Pero el problema de la multiplicidad regional del ser encierra, precisamente cuando se lo plantea en términos universales, la pregunta por la unidad de de este título universal “ser”, por el modo de la modificación de la significación universal “ser” en las diversas significaciones regionales. Este es el problema de la unidad de la idea del ser y de sus modificaciones regionales. — ¿Significa la unidad del ser universalidad en otra forma y motivación? El problema es, en todo caso, la unidad y universalidad de la idea del ser sin más. Justamente este problema ya lo planteó Aristóteles, aun cuando no lo solucionó. Lo esencial está, por sobre todo, en cómo se concibe la universalidad del concepto de ser.

Pero la multiplicidad regional es sólo un respecto con arreglo al cual tiene que ser universalizado desde un comienzo el problema del ser. Acabamos de escuchar, a propósito de la elucidación de la significación de ousía, que ser quiere decir también hecho-de-ser en general y ser-qué. Esta articulación del ser se admite desde la antigüedad. Se trabaja con ella como con algo de suyo comprensible, sin preguntar jamás: ¿dónde reside la interna posibilidad de esta articulación de la idea del ser en general, dónde está su origen? ¿Por qué un algo cualquiera, que es, sea lo que fuere según su contenido, está determinado en cada caso por un ser-qué y un posible hecho-de-ser? Pues también el algo formal, del cual decimos que no muestra ningún contenido determinado, se caracteriza precisamente por el hecho de que le falta un contenido determinado. (No ha entrarse aquí en el problema de lo formal.)

Ser no mienta solamente la multiplicidad de las regiones y de sus pertinentes modi existendi y essendi, sino que mienta esta idea ser en vista de su esencial articulación en existentia y essentia. Esta articulación es un problema fundamental de la ontología —el problema de la articulación fundamental del ser (Grundartikulation des Seins).

Hasta ahora hemos presentado dos problemas fundamentales que conciernen al ser mismo, sin atender a que el ser, del mismo modo como está articulado en essentia y existentia y como está regionalizado, también es siempre, en general, ser del ente. El ser es diferente del ente —y, en términos absolutos, sólo esta diferencia (Unterschied), esta posibilidad de diferencia, proporciona una comprensión de ser. Dicho de otra manera: en la comprensión de ser reside el llevar a cabo esta diferenciación de ser y ente. Esta diferencia es la que ante toda posibilita algo así como la ontología. De ahí que denominemos a esta diferencia, que ante todo posibilita algo así como la comprensión de ser, la diferencia ontológica (ontologische Differenz).

Empleamos intencionadamente esta expresión indiferente —“diferencia”—, porque precisamente se plantea el problema de en qué modo lo diferente, ser y ente, es algo diverso o incluso separado (geschieden). Y es claro que con el problema de la diferencia ontológica se impone el problema originario del ser y el centro de la pregunta por el ser. Está demás observar que esta diferencia ontológica tiene que ser tomada a su vez en la envergadura total de los problemas mencionados de la articulación fundamental y de la regionalización.

Imbricado de la manera más estrecha con este problema de la diferencia ontológica y con los otros mencionados está aquél hacia el cual tendemos ya ahora constantemente, sólo que, por decir así, desde la dirección contraria: la conexión interna de ser y verdad, el carácter de verdad del ser. A la lógica en cuanto metafísica pertenece la pregunta por la conexión originaria de verdad y ser, el problema del carácter veritativo del ser.

El título general “ser” encierra estos cuatro problemas fundamentales: 1. la diferencia ontológica, 2. la articulación fundamental del ser, 3. el carácter veritativo del ser, 4. la regionalidad del ser y la unidad de la idea del ser.

El problema del ser se ha hecho nítido, en conformidad con esto, como problema central, universal y radical. Tenemos una visión de lo que significa preguntar en general por la interna posibilidad de algo así como la comprensión de ser, la cual es la característica esencial de la existencia humana. Ahora bien: al caracterizar la trascendencia vulgarmente entendida, la óntica, vimos cómo ella reside en la intencionalidad, de modo que el comportamiento relativo al ente, el comportamiento óntico, presupone la comprensión de ser, esto es, que la misma trascendencia óntica está todavía fundada en la originaria, en la architrascendencia (Urtranszendenz), la cual tiene, por tanto, relación con la comprensión de ser. La problemática que concierne a este problema ha sido ahora mostrada, y esto, retrospectivamente, quiere decir que el problema de la trascendencia y, por tanto, el problema de la verdad y, con ello, el problema del fundamento, sólo pueden ser planteados en la dimensión problemática que traza el problema del ser sin más. En otras palabras: el problema de la trascendencia ha de plantearse de manera tan universal y radical como el problema del ser en general. No es, por tanto, un problema que estuviese restringido a la relación del sujeto con las cosas independientes de él, ni es una pregunta por una determinada región del ente. Pero tampoco se debe hacer alto o bien empezar con una relación sujeto-objeto caída de alguna manera del cielo, sino que, a propósito de la trascendencia, tal como a propósito del problema del ser en general, la subjetividad del sujeto mismo es la pregunta central.

Sobre esto tres tesis:

1. El ente es en él mismo (an ihm selbst) el ente [en cuanto] lo que él es y cómo es, aun cuando, por ejemplo, no exista Dasein.

2. El ser no “es”, sino que ser se da (gibt es) solamente en tanto que exista Dasein. — En la esencia de la existencia hay (liegt) trascendencia, esto es, dar de mundo (Geben von Welt)[ix] ante todo y para todo ser relativamente-a, y cabe (Sein zu und bei) el ente intramundano.

3. Sólo en tanto que el Dasein existente se dé a sí mismo algo así como ser, puede el ente manifestarse en su en-sí (An-sich), esto es, puede a la vez y en general ser comprendida y conocida la primera tesis.

NB. Puesto que el ser no es y por eso no puede ser jamás algo co-entitativo (Mit-seiendes) en el ente, la pregunta de qué sea el ser en lo en-sí-entitativo no tiene ningún sentido y ningún derecho. Pero todavía se podría preguntar qué, en el ente, corresponde al ser (que no es, sino) que “sólo” hay (das es “nur” gibt)? Ser se da (gibt sich) originariamente y en sí cuando hace accesible a su ente. Y en referencia a este ente no se puede seguir preguntando en sí por su ser en sí. Siempre conocemos sólo ente, pero nunca ser entitativo. Esto sólo se hace claro desde la trascendencia y la diferencia ontológica.

Con esto se ha alcanzado lo que queríamos ganar en la primera sección del segundo capítulo: el despejo de la dimensión problemática para el problema del fundamento —no es otra que la del dominio interrogativo de una dirección central de cuestionamiento de la metafísica en general. Antes de que pasemos a la segunda sección y desarrollemos entonces el problema del fundamento dentro de la dimensión problemática ganada, debe todavía caracterizarse más de cerca, brevemente, y en una suerte de anexo, esta dimensión problemática y el modo de su elaboración. Designamos esta dimensión problemática y su discusión localizadora (Erörterung) como ontología fundamental.



ANEXO

Caracterización de la idea y función de una ontología fundamental



Entendemos bajo ontología fundamental la fundamentación de la ontología en general. A esto pertenece: 1. la fundamentación ostensiva de la interna posibilidad de la pregunta por el ser como el problema fundamental de la metafísica — la interpretación del Dasein como temporeidad; 2. la explicitación de los problemas fundamentales involucrados en la pregunta por el ser — la exposición temporal (temporale) del problema del ser; 3. el desarrollo de la autocomprensión de esta problemática, su tarea y su límite — la reversión (Umschlag).[x]

Para lo que sigue, y en el contexto de este curso, ha de bastar una caracterización muy general. Se trata de que la ontología fundamental no sea aprehendida ni demasiado estrecha ni demasiado unilateralmente. A este efecto son preguntas conductoras las siguientes: ¿por qué la ontología fundamental es, en su punto de partida, una analítica existencial? ¿Qué quiere decir aquí “existencia”? ¿Y en qué medida la analítica existencial, como historia (Historie) metafísica y “humanitas”, adquiere su sentido ante todo a partir del pleno concepto de la metafísica?

Con esta ontología fundamental y a través suyo sólo asimos, y en un determinado respecto, la interna y oculta vida del movimiento fundamental de la filosofía occidental. Vimos de muchos modos cómo los rasgos fundamentales de esta problemática se patentizan desde un comienzo. Y es cosa de traerlos a luz de la manera más aprehensible que se pueda, y no dejarlos en la indiferencia; y ello no porque estos problemas ya fueron tocados antes y siempre, no a causa de su alta antigüedad, que les confiere una cierta dignidad, sino, al revés, porque la ontología fundamental aprehende problemas que pertenecen, en su problemática misma, a la existencia de los hombres, a la esencia metafísica del Dasein, tal como se nos hace visible; y sólo por eso y precisamente por eso vinieron a luz, en figura determinada, concreta, esos problemas en el inicio de la filosofía occidental.

La ontología fundamental es siempre únicamente una repetición de este antiguo, temprano precedente. Pero éste se nos transmite en la repetición sólo cuando le damos la posibilidad de transformarse. Pues ello lo demandan estos problemas mismos en conformidad con su esencia. Todo esto, como ha de exponerse detalladamente, tiene su fundamento en la historicidad de la comprensión de ser. Y es característico que la tradición, es decir, la transmisión extrínseca, le impida al problema, precisamente, transformarse. La tradición transmite sentencias y opiniones fijas, modos fijos de preguntar y discutir. Ahora se llama a esta tradición extrínseca de las opiniones y de las posiciones suspendidas en el aire la “historia de los problemas”. Y porque esta tradición extrínseca y su tratamiento en la historia de la filosofía le niega a los problemas la vida, y esto significa: la transformación, y busca sofocarlos, por eso ha de lucharse contra ella.

No es que la antigüedad deba ser superada —si en absoluto cabe en este respecto la “crítica” (lo cual no se exige primariamente, pero sí con cada situación)—, sino que debe combatirse a sus malos albaceas. Pero esto únicamente ocurre mediante nuestro esfuerzo por procurarle a estos problemas fundamentales, es decir, a la metaphysica naturalis que reside en el Dasein mismo, una oportunidad de transformación. Esto es lo que entiendo por destrucción de la tradición. No se trata de desembarazarse de estos dos milenios y ponerse uno mismo en su lugar.

Pero así como nos decidimos a tener que reorientarnos en la simple pujanza de los problemas centrales, aprehendidos en su universalidad y radicalidad, funestamente erróneo sería absolutizar estos problemas y aniquilarlos, así, en su función esencial. Nosotros los humanos nos inclinamos —no sólo ahora y no por azar— bien a desconocer lo central de la filosofía en favor de lo interesante o de lo que coincide con estar más cerca, o bien, además, cuando lo central ha sido aprehendido, a absolutizarlo sin más ni más y ciegamente, a fijar un estadio determinado de la problemática de los orígenes y a convertirla en una tarea sempiterna, en vez de madurar y preparar la posibilidad de nuevos orígenes. Para ello no se necesita prever [tales orígenes], sino que sólo [se requiere] del trabajo en posibilidades fácticas, sobre la base de la finitud del Dasein. Puesto que el filosofar es esencialmente cosa de la finitud, toda concreción de la filosofía fáctica tiene que sacrificarse también a esta facticidad (diesem Faktischen).

Por cierto, no se puede apartar la peculiar cortedad de aliento del preguntar y pensar, pero se requiere de nuestro esfuerzo para no ser víctima suya de manera imprevista. Por una parte, sólo rara vez podemos recorrer en su integridad el cauce interno de una problemática y mantenerla viva y susceptible de transformación, o, por otra, cuando podemos hacerlo, no tenemos la fuerza para cobrar nuevo aliento con vistas a otras posibilidades igualmente esenciales. O, cuando esto es posible, entonces la correspondiente elaboración es más difícil, porque el desprenderse de lo antiguo es en el fondo una interna imposibilidad. Así, la respectiva apertura de los horizontes permanece; lo esencial siempre está entregado siempre al futuro, como la heredad propiamente tal. Pero no es lo esencial lo refutable y lo que discute el espíritu de la época. (Si Kant sólo hubiera sido como lo percibían los contemporáneos, que lo refutaron mal o bien, las cosas hubiesen estado mal para él.)

La finitud de la filosofía no consiste en que se tope con fronteras y no pueda seguir adelante, sino en que encierra, en la simplicidad de su problemática central, una riqueza que a cada vez demanda un nuevo despertar.

En lo que atañe a la ontología fundamental, ha de prestarse atención, sobre todo, a que precisamente la radicalidad y universalidad de esta problemática central, y sólo ella, conduce a ver que estos problemas son, desde luego, centrales, pero, justamente por eso mismo, no son los únicos en su esencialidad. Dicho de otra suerte: la ontología fundamental no agota el concepto de la metafísica.

Puesto que ser sólo se da, en cuanto que ya el ente es, precisamente, en el Ahí, reside en la ontología fundamental, de manera latente, la tendencia a una transformación metafísica originaria, que sólo se hace posible si el ser es comprendido en su plena problemática. La interna necesidad de que la ontología vuelva [al lugar] desde donde había partido puede patentizarse recurriendo al fenómeno primordial (Urphänomen) de la existencia humana: que el ente “hombre” comprende el ser; en la comprensión de ser reside a la vez la realización (Vollzug) de la diferencia de ser y ente; sólo se da ser cuando el Dasein comprende ser. En otras palabras: la posibilidad de que se dé ser en la comprensión tiene como presuposición la existencia fáctica del Dasein, y ésta, a su vez, el fáctico ser-presente (Vorhandensein) de la naturaleza. Precisamente en el horizonte del problema del ser radicalmente planteado se muestra que todo esto sólo es visible y puede ser comprendido como ser, si ya está ahí una totalidad posible de ente.

De aquí resulta la necesidad de una problemática peculiar, que tenga por tema al ente en su totalidad. Este nuevo cuestionamiento reside en la esencia de la ontología misma y resulta de su reversión, de su μεταβολ® Designo a esta problemática como metontología.[xi] Y aquí, en el dominio del preguntar metontológico-existentivo, está también el dominio de la metafísica de la existencia (sólo aquí cabe formular la cuestión de la ética.)

También las ciencias positivas tienen por tema al ente, pero la metontología no es una óntica sumaria en el sentido de una ciencia general, que componga empíricamente los resultados de las ciencias individuales en una así llamada imagen del mundo, para luego derivar de allí una visión del mundo o de la vida. Algo de esta índole está vivo en el Dasein precientífico, si bien éste tiene una distinta estructura; la posibilidad y estructura de la cosmo-visión natural es un problema aparte. El que siempre se intente de nuevo una suma de los conocimientos ónticos y que se la repute como “metafísica inductiva” apunta hacia un problema que una y otra vez vuelve, necesariamente, a abrirse paso en la historia.

La metontología sólo es posible sobre la base y en la perspectiva de la problemática ontológica radical, y en unión con ésta; precisamente la radicalización de la ontología fundamental propulsa la mencionada reversión de la ontología desde ésta misma. Lo que aquí aparentemente separamos por medio de “disciplinas”, proveyéndolo de títulos, es algo uno —¡así como la diferencia ontológica es una o uno el fenómeno primordial de la existencia humana! Pensar el ser como ser del ente y aprehender radical y universalmente el problema del ser quiere decir, a la vez, hacer tema del ente, a la luz de la ontología, en su totalidad.

Sería superficial y una pedantería opinar que, después de haberse hallado la ontología fundamental como disciplina, se pondría a su lado otra más, a manera de complemento, con un nuevo título. No sólo esto: la ontología fundamental tampoco es una disciplina establecida, que —después de habérsele puesto nombre al niño— hubiese de ocupar un puesto, hasta ahora vacante, en un putativo sistema de la filosofía, y que ahora sólo tendría que ser completado y acabado de construir, y (tal como se lo imagina el lego o el positivismo) llevar a feliz término la filosofía en unos cuantos decenios. Por lo demás, ese “puesto” está ocupado en toda filosofía, y en cada caso [está] transformado.

No es lícito confundir la pedantería de una esquemática con el rigor del preguntar, y se debe tener en claro que, en la analítica, sólo nos adueñamos de aquello que ya está en la base de todo punto de partida analítico como unidad y totalidad originaria, como síntesis, que previamente no hemos llevado a cabo expresamente, sino que, por decirlo así, está siempre ya cumplida en nosotros y con nosotros, en cuanto que existimos.

No sólo requerimos, en términos absolutos, de la analítica, sino que siempre tenemos, por así decir, que hacernos la ilusión de que la tarea de cada momento es la absolutamente única y necesaria. Sólo quien entiende este arte de existir, consistente en tratar en su acción lo empuñado en cada momento como lo absolutamente único, pero teniendo, al hacerlo, claridad sobre la finitud de este obrar, sólo ése comprende la existencia finita y puede tener esperanza de llevar en ésta algo a cumplimiento. Este arte de existir no es la autorreflexión, la cual es una caza descomprometida para desemboscar motivos y complejos, con los cuales uno se procura una tranquilidad y una dispensa de actuar, sino que es únicamente la claridad del actuar mismo, la caza de posibilidades genuinas.

Se dio como resultado que el problema fundamental de la metafísica exige, en su radicalización y universalización, una interpretación del Dasein en vista de la temporeidad, a partir de la cual debe elucidarse la interna posibilidad de la comprensión de ser y, por lo tanto, de la ontología —pero no para que esta interna posibilidad sea simplemente sabida; sólo se la comprende en la realización, es decir, en la elaboración de la problemática fundamental misma (en los cuatro problemas capitales expuestos). Este todo de la fundamentación y elaboración de la ontología es la ontología fundamental; ella es 1. analítica del Dasein y 2. analítica de la temporalidad (Temporalität) del ser. Pero esta analítica temporal es, a la vez, la vuelta (Kehre), en que la ontología misma regresa expresamente a la óntica metafísica, en la cual ella está inexpresamente siempre. Es cosa de traer la ontología, a través de la movilidad (Bewegtheit) de la radicalización y universalización, a la reversión que en ella es latente. Allí se consuma el volver, y llega a la reversión hacia la metontología.

Ontología fundamental y metontología forman, en su unidad, el concepto de la metafísica. Pero en esto sólo se expresa la transformación del problema fundamental de la filosofía misma, que ya fue tocado arriba y en la introducción, con el doble concepto de la filosofía como προτ¯ φιλοςοφÛα y θεολογÛα. Y esto es sólo la concreción respectiva a cada momento de la diferencia ontológica, es decir, la concreción de la realización (Vollzug) de la comprensión de ser. En otras palabras: la filosofía es la concreción central y total de la esencia metafísica de la existencia.

Se requería de esta indicación breve, y necesariamente precaria en su generalidad, hacia la idea y función de la ontología fundamental, a fin de no perder de vista tanto la amplitud del horizonte problemático como también, a la vez, la senda estrecha por la que tenemos necesariamente que movernos en el tratamiento concreto del siguiente problema.





[i] Este texto corresponde al § 10 del curso Metaphysische Anfangsgründe der Logik im Ausgang von Leibniz (“Principios metafísicos de la lógica a partir de Leibniz”), dictado por Heidegger en el semestre de verano de 1928, en la Universidad de Marburg. Este curso ha sido publicado con el mismo título en el volumen 26 (sección II) de la Gesamtausgabe de Heidegger (Frankfurt/M: Vittorio Klostermann, 1978); el texto ocupa allí las páginas 171-195, a las que deben sumarse las páginas 196-202, que contienen el apéndice “Caracterización de la idea y función de una ontología fundamental”, que incluimos también aquí. Las notas numeradas explican problemas y opciones de traducción; una sola nota señalizada con asterisco es de Heidegger. La traducción ha sido hecha en el marco del proyecto Fondecyt 1940295 (“El problema de la espacialidad en el pensamiento de Martin Heidegger”).

[ii] Nos abstenemos de traducir Dasein por “ser-ahí”, como hace Gaos, por considerar que su empleo está plenamente establecido. De manera incidental le anteponemos el artículo neutro, aquí y en su próxima mención, en atención al énfasis que Heidegger pone, precisamente, en esta neutralidad.

[iii] El original dice, literalmente: “le es inequivalente”.

[iv] Heidegger distingue Manningfaltigung de Mannigfaltigkeit, para acentuar el rasgo conativo.

[v] El vocablo alemán tiene sentido performativo y consumativo a la vez. En contextos existenciales, Heidegger lo utiliza, como aquí, para subrayar el carácter de actualización aconteciente, sin cuyo reconocimiento la noción de existencia permanece abstracta y genérica.

[vi] Einsatz, aquí, como el empleo a fondo de las propias fuerzas —de la propia existencia— en la empresa y realización de la tarea metafísica radical: de ahí nuestra traducción por “conato”.

[vii] Traducimos así el término Zeitlichkeit, que designa la determinación del ser del Dasein por el tiempo, y reservamos “temporalidad” para el vocablo Temporalität, que debe caracterizar la determinación del ser mismo por el tiempo.

[viii] Los términos alemanes son, respectivamente, das Innerzeitige, das Außerzeitige y das Überzeitige.

* Cf. también en la conferencia de Köln: La doctrina de Kant del esquematismo y la pregunta por el sentido del ser, dictada el 26 de enero de 1927.

[ix] El tema del “dar” y “darse” (geben, es gibt) está, para los efectos de la traducción, en una relación esencial con la idea del “haber”, en el sentido del “hay”. Es pertinente confrontar las indicaciones del propio Heidegger sobre el Es gibt en el Protocolo a un seminario sobre la conferencia «Tiempo y Ser», que vincula con ése el uso de la expresión “es ist” en dos poemas de Trakl y de “il y a” en un poema de Rimbaud (v. Zur Sache des Denkens, Tübingen: Niemeyer, 1969, pp. 41 ss.). Se advertirá que Heidegger emplea aquí, a propósito del ser, alternativamente, el giro impersonal gibt es y el reflexivo gibt sich (y este último, una vez —en 3.—, a propósito del Dasein).

[x] La palabra Umschlag puede ser considerado como una traducción heideggeriana del término aristotélico μεταβολ® v. infra, p. 20.

[xi] Sobre el concepto de Metontologie, v. el ensayo “Fundamental Ontology, Meta-Ontology, Frontal Ontology” de David Farrell Krell, en su libro Intimations of Mortality. Time, Truth, and Finitude in Heidegger's Thinking of Being, Pennsylvania: The Pennsylvania State University Press, 1991, pp. 27-46.

quarta-feira, 15 de fevereiro de 2017

Arte y mundo: diálogos entre Heidegger y Castaneda




Art and world: dialogues between Heidegger and Castaneda

Ana Gabriela Rebelo dos SantosI; Roberto Novaes de SáII


Propomos pensar possibilidades de experiência de mundo a partir da articulação entre obra de arte, na concepção do filósofo Martin Heidegger em "A Origem da Obra de Arte", e parar o mundo, idéia exposta pelo antropólogo Carlos Castaneda. Segundo Heidegger, ser obra de arteé instalar um mundo, deixar em aberto o aberto do mundo: abertura de sentido. Para o filósofo, o homem é o ente cujo ser está sempre em jogo na sua existência. "Parar o mundo" é um ensinamento do índio Don Juan a Castaneda. Ele precisa parar o mundo, desmoronar seu conceito de mundo para conseguir ver o mundo desprendido do consenso social. Os autores discorrem sobre realidades plásticas, mundos que existem a partir de experiências, formas de Ec-xistir e transitar entre mundos se mantendo na abertura do ser. Não objetivamos equivaler idéias, buscamos abrir um espaço para pensar acerca da existência do homem. Como recurso metodológico, destacamos passagens da obra de Castaneda e buscamos caminhos junto às idéias de Heidegger que nos auxiliem a elaborar um horizonte de diálogo

Palavras-chave: Fenomenologia; Heidegger; Castaneda; Realidade; Arte.

ABSTRACT

We propose to consider possibilities of world experience from the relationship between work of art, an idea developed by the philosopher Martin Heidegger in "The Origin of the Work of Art" and stop the world, an idea expounded by the anthropologist Carlos Castaneda. According to Heidegger, being a work of art is to install a world, leave open the opening of the world: opening of sense. For the philosopher, man is the being whose being is always at stake in its existence. "Stop the world," is what speaks the Indian Don Juan to Castaneda. He needs to stop the world, collapsing his concept of world in order to see the world detached from social consensus. The authors discuss plastic realities, worlds that are based on experiences, forms of Existence and sometimes appearing to move between worlds and keeping the opening of Being. We do not aim to equate ideas, we open a space to think about the existence of man. As a methodological resource, we discusses highlighted passages of Castaneda's work and seek ways to the ideas of Heidegger which help us to elaborate a common horizon of dialog.

Keywords: Phenomenology; Heidegger; Castaneda; Reality; Art.

RESUMEN

Nos proponemos estudiar las posibilidades de experiencia de mundo. Partindo de la relación entre obra de arte, una idea desarrollada por el filósofo Martin Heidegger en "El origen de la obra de arte" y detener el mundo, una idea expuesta por el antropólogo Carlos Castaneda. Según Heidegger, ser obra es la instalación de un mundo, mantener abierto el abierto del mundo: el sentido abierto. Para el filósofo, el hombre es el ser cuyo ser está siempre en juego en su existencia. "Detener el mundo," es lo que propone el indio Don Juan a Castaneda. Él tiene que detener el mundo, deshaciendo su concepto del mundo para que pueda ver el mundo separado del consenso social. Los autores hablan de realidades plásticas, de mundos que se basan en las experiéncias, de formas del Existir y permaneciendo en la apertura del ser. La intención no es lo apunte a igualar las ideas, pero abrimos un espacio para pensar en la existencia del hombre. Como método, utilizamos fragmentos de la obra de Castaneda junto de las ideas de Heidegger.

Palabras-clave: Fenomenología; Heidegger; Castaneda; Realidad; Arte.





Introdução

No verão de 1960, o até então estudante de antropologia Carlos Castaneda parte em viagem para o sudoeste dos Estados Unidos em busca de maiores informações sobre as plantas medicinais utilizadas pelos índios do local. E é no estado do Arizona que acontece o primeiro encontro com o índio yaqui Don Juan Matus. O primeiro de muitos encontros que aconteceriam por mais 13 anos.

A princípio, Castaneda pede que o índio lhe ensine sobre as plantas, principalmente sobre o peiote, e de alguma forma - que não sabe bem explicar -, se sente intrigado e atraído por Don Juan. Esse primeiro encontro é descrito pelo autor como perturbador.

Depois disso, ainda sob o sentimento de inquietação, Castaneda descobre onde mora Don Juan e passa então a visitá-lo constantemente. Mas, nas longas horas que passavam juntos, durante um ano, não falaram sobre plantas. Os acontecimentos estavam dirigidos para longe de seu propósito original. Passado esse tempo, Don Juan diz a Castaneda ter certos conhecimentos que lhe foram passados por seu benfeitor; conhecimentos relacionados ao que ele chama de "caminho do guerreiro". Por uma série de circunstâncias, que não se encerram no desejo de nenhum dos dois, Castaneda fora escolhido como aprendiz de Don Juan e, juntos, trilharam um caminho que abalou definitivamente o mundo daquele.

Os primeiros cinco anos de aprendizado são relatados no seu livro mais famoso - A Erva do Diabo (Castaneda, 1968) -, que foi sua dissertação de mestrado pela Universidade da Califórnia, em Los Angeles. Nele, o autor descreve principalmente suas experiências com plantas alucinógenas, o que foi bastante importante no seu percurso. Cabe aqui lembrar que a visão dos feiticeiros sobre as plantas não se esgota em sua descrição botânica e a experiência de encontro com cada uma delas deve ser vista como um fenômeno, de modo que a coisa com a qual lidamos, nesse caso a planta, nunca é uma coisa ideal e sim a coisa de que fazemos experiência. Dessa forma, é possível manter um olhar de abertura à experiência vivida e ao seu horizonte próprio de sentido.

Os feiticeiros podem se utilizar das plantas como aliados, mas não é necessário que se use. Em passagem de Porta para o infinito (Castaneda, 1974), podemos ver o momento em que Don Juan diz a Castaneda que no caso dele foi preciso fazer uso das plantas, porque ele era um homem muito duro e essas experiências foram necessárias para sacudir seu mundo. Além dessas experiências que incluíam o uso de determinadas plantas, o autor nos fala, ao longo de seus doze livros, de inumeráveis acontecimentos de outros tipos. Aquilo que a princípio lhe parecia mais improvável, foi o que mais lhe atormentou: tudo que ele tomava como o mundo real estava abalado. Diz Castaneda (1972/2006): "O ponto crucial de meu dilema naquele momento era minha falta de vontade de aceitar o fato de que Dom Juan era bem capaz de demolir todas as minhas concepções prévias de mundo..." (p. 39).

Em fins de 1965, Castaneda se retira do aprendizado e decide não mais ver Don Juan. Porém, em 1968, já com seu primeiro livro em mãos, ele vai visitar o índio e a relação mestre-aprendiz é restabelecida. Ao que vem a se passar a partir de então, Castaneda chama de seu segundo ciclo de aprendizado. É nesse segundo ciclo que encontramos aquilo a que vamos dar maior relevância no nosso trabalho: a difícil tarefa de parar o mundo. É preciso que Castaneda consiga "parar o mundo". Mas o que seria "parar o mundo"? Essa pergunta é feita muitas e muitas vezes a seu mestre, que por sua vez, evita palavras e propõe de diversas formas que ele tenha - como Castaneda fala - uma "experiência mais direta do mundo". "Referia-me ao conhecimento acadêmico que transcende a experiência, enquanto ele falava do conhecimento direto do mundo", diz Castaneda (1971/2009, p. 10).

Em outra passagem, quando perguntado sobre o que seria exatamente um ente a que chamam "aliado", em Porta para o Infinito (Castaneda, 1974), Don Juan responde:

    -Não há como dizer, precisamente, o que é um aliado, assim como não há meio de dizer exatamente o que é uma árvore.

    -Uma árvore é um organismo vivo - disse eu.

    -Isso não me diz muito - retrucou ele. Também posso dizer que o aliado é uma força, uma tensão. Mas isso não acrescenta muita coisa a respeito de um aliado. Assim como no caso de uma árvore, o único meio de saber o que é um aliado é experimentando-o (p. 78).

Essas e outras passagens nos fazem recordar os caminhos da fenomenologia, particularmente aqueles trilhados por Martin Heidegger. Propomos que, como o filósofo nos diz em A Questão da Técnica (Heidegger, 1953/1997), atentemos para o caminho sem permanecermos presos a proposições e títulos particulares, e, assim, possamos refletir a partir de uma livre relação de pensamento. Como diz Don Juan, em A Erva do Diabo (Castaneda, 1968), tenhamos em vista que um caminho é apenas um caminho.

Quando Heidegger nos fala de mundo, ele não está falando de um objeto que está ante nós e que pode ser sensorialmente percebido; não se trata de um espaço pré-existente a nós onde as coisas também já ali se encontram dadas e onde somos simplesmente inseridos como bonecos numa caixa. Homem e mundo não pré-existem um ao outro, homem e mundo co-emergem na experiência. Mundo para Heidegger é abertura de sentido. Em A Origem da Obra de Arte, lemos:

    Mundo nunca é um objeto, que está ante nós e que pode ser intuído. O mundo é o sempre inobjetal a que estamos submetidos enquanto os caminhos do nascimento e da morte, da benção e da maldição nos mantiverem lançados no Ser (Heidegger, 1950/ 2007, p. 35).

Segundo Heidegger, o sentido está sempre em jogo na existência. Em seu relacionar-se com as coisas enquanto coisas o homem habita o mundo, desvelando sentido. Em nosso modo de ser cotidiano mais comum, tomamos o mundo como algo simplesmente dado, e a nós mesmos como sujeitos empíricos, cuja existência fosse ontologicamente separada do mundo. Quando Castaneda diz conhecer o mundo, ele se refere àquilo que sempre, desde que ele nasceu, as pessoas vem lhe dizendo que é mundo. É importante destacar aquilo que Don Juan nos fala ao longo de toda a obra de Castaneda e que parece ecoar o que a fenomenologia sinaliza como fundamental: a dimensão de abertura da experiência, abertura constitutiva de sentido, porque é na própria relação de sentido que as coisas vêm a ser. Parar o mundo significa desmoronar todo o conceito prévio que se tem de mundo e, assim, o guerreiro vê o mundo desprendido do que se convenciona previamente como mundo. O ver aqui difere do olhar, diz respeito a uma apreensão que não se limita aos olhos, tampouco se determina por um suposto mundo verdadeiro. Quando se "vê", tudo se torna igual e ao mesmo tempo tudo é novo. Tudo se torna igual no sentido do valor, nada é (em si mesmo) mais importante que nada, e ao mesmo tempo tudo é novo por percebermos as coisas desprendidas dos preconceitos cotidianos.

Pensar o mundo como verdadeiro ou falso não faz mais sentido, pois isso implicaria tomarmos como critério um mundo simplesmente dado. Ao longo de seu aprendizado, Castaneda insiste diversas vezes que Don Juan lhe fale o que é ver e o que se vê quando se vê. A isso Don Juan responde:

    -Você tem de aprender a ver para saber disso. Não posso lhe dizer.

    -É um segredo que não posso saber?

    -Não. Acontece que não posso descrevê-lo.

    -Por quê?

    -Não faria sentido pra você.

    -Experimente Don Juan. Talvez faça sentido para mim.

    -Não. Tem de fazê-lo por si. Uma vez que aprenda, poderá ver cada coisa no mundo de maneira diferente (Castaneda, 1971/2009, p. 48).

Além deste privilégio dado à experiência como modo de ser irredutível ao conhecimento representacional, é pertinente observarmos, ainda, outra ressonância em nossas leituras de Heidegger e Castaneda referente a essa dimensão existencial do conhecimento: trata-se das noções de fazer e não-fazer, apresentadas por Don Juan a Castaneda. Quando perguntamos, cotidianamente, o que é algo, estamos questionando, na maioria, para que serve a coisa em questão, qual sua função ou utilidade.

Em sua analítica da existência, Heidegger aponta que o nosso modo predominante de ser é o estar absorvido na ocupação com as coisas. Essa "ocupação" não é para ele a mera lida objetiva com coisas previamente dadas, mas uma relação intencional, no sentido fenomenológico, de constituição de sentido. Ocupar-se com as coisas é participar de modo irrefletido da dinâmica de realização de um mundo. Nos deixamos absorver tão firmemente a essa lida ocupacional que deixamos escapar o aberto do mundo. Em uma conferência muito posterior a Ser e Tempo, intitulada A Questão da Técnica, Heidegger (1953/1997) trata mais especificamente do modo moderno e contemporâneo de acontecimento histórico do mundo. Na "era da técnica", como é denominada, por ele, a época atual, o homem toma todos os entes como recursos para os seus afazeres, como se toda a realidade se reduzisse a mera reserva de energia disponível para sua exploração e consumo (Novaes de Sá & Rodrigues, 2007). A experiência do pensamento se reduz, por sua vez, às operações calculantes que visam à previsão e ao controle dos entes. Heidegger diz que o mundo atual é pobre de pensamento, querendo significar com isso que a presente era da técnica põe sob ameaça a possibilidade mais essencial do homem: a meditação sobre o sentido das coisas, da existência e do mundo. Para que essa possibilidade seja preservada em meio ao nivelamento calculante promovido pela técnica moderna, Heidegger (1966) propõe o exercício de uma disposição do espírito denominada como serenidade (Gelassenheit). Inspirado no místico alemão Mestre Eckhart, o filósofo entende essa disposição como uma equanimidade da alma, uma atitude de suspensão e desapego da vontade. A "serenidade" faz parte do pensamento que medita. Ao contrário do pensamento calculante, que reduz tudo à condição de disponibilidade, o pensamento meditante nos solicita uma atenção livre de qualquer violência subjetiva, isto é, de qualquer identificação a um aspecto exclusivo das coisas, preservando em sua abertura compreensiva a diferença irredutível entre as realidades que se apresentam e a dinâmica de realização dessas realidades. Em nossas leituras de Castaneda, não pudemos evitar a evocação do "deixar-ser" da "serenidade" heideggeriana quando nos deparamos com a estranha proposta do "não-fazer" de Don Juan.

Antes de parar o mundo, um dos ensinamentos fundamentais que Don Juan apresenta a Castaneda em Viagem a Ixtlan é o "não-fazer". Segundo ele o guerreiro precisa não fazer a fim de experimentar outras possibilidades de ser de uma coisa ao relacionar-se com ela. Destacamos, a seguir, um trecho da referida obra:

    -Aquela pedra ali é uma pedra por causa de fazer

    -disse ele. ...não havia entendido o que ele queria dizer.

    -Aquilo é fazer! - exclamou.

    -Como?

    -Isso também é fazer.

    -De que é que está falando, Don Juan?

    -Fazer é o que torna aquela pedra uma pedra e um arbusto um arbusto. Fazer é o que torna você, você e eu, eu. (...)

    -Tome aquela pedra por exemplo. Olhar para ela é fazer, mas vê-la é não fazer. Tive de confessar que as palavras dele não estavam fazendo sentido para mim.

    -Ah, fazem, sim! - exclamou. - Mas você está convencido do contrário porque isso é você fazendo. É assim que você age em relação a mim e ao mundo...

    -O mundo é o mundo porque você conhece o fazer necessário para torná-lo mundo - disse ele. - Se você não soubesse o seu fazer, o mundo seria diferente (Castaneda, 1972/2006, p. 237).

A fim de não-fazer, Castaneda precisava conseguir parar seu diálogo interno, pois só de olhar uma pedra já estamos fazendo-a pedra pelo nosso pensamento. O nosso diálogo interno, a todo instante sustenta um mundo que nos é mais familiar. A questão que trazemos é: que mundo temos nós, ao longo dos últimos tempos, feito? Don Juannos fala que todos nós fomos ensinados a concordar sobre o fazer e que não temos idéia de como esse fazer é poderoso, mas felizmente, o não-fazer é igualmente poderoso.

Quando tentamos co-responder à leitura desses pensadores, buscamos abrir um espaço para pensar em novos modos de estar no mundo. Modos que privilegiem as possibilidades de experiência do mundo enquanto mundo. Pensar já é em si uma prática, pois pensamento é uma forma de desvelar mundo. O termo desvelamento (Unverborgenheit), utilizado por Heidegger para traduzir a palavra grega aletheia, indica que a verdade não é a correspondência adequada a uma realidade em si, mas a própria dinâmica de acontecimento/aparecimento das realidades.

A obra de arte, na concepção de Heidegger, tem uma articulação essencial com essas idéias, na medida em que ser obra é instalar um mundo, e para instalar mundo é preciso deixar em aberto o aberto do mundo. A obra coloca à luz o ser das coisas e a possibilidade de abertura e transcendência no relacionar-se com elas. Na referida conferência do filósofo - A Origem da Obra de Arte (Heidegger, 1950/2007) -, ele toma como exemplo algumas telas do pintor holandês Vincent Van Gogh, onde ele pinta sapatos de camponeses. Pares de sapatos camponeses, o que há de especial para se ver aí? Todos nós sabemos de que matéria é feito um sapato, e também conhecemos a serventia do apetrecho sapato.

Na lida cotidiana da camponesa com seus sapatos o que vem ao encontro de modo mais imediato e irrefletido é o caráter instrumental do apetrecho sapato. Seria ilusão pensar que foi a nossa descrição, enquanto atividade subjetiva, que tudo figurou assim para depois projetar no quadro. Essa seria mais uma forma de pensar homem e mundo separados e independentes, com isso acabaríamos fazendo uma gênese psicológica para a criação artística. A seguir, vemos um trecho de Heidegger (1950/2007):

    Na escura abertura do interior gasto dos sapatos, fita-nos a dificuldade e o cansaço dos passos do trabalhador. Na gravidade rude e sólida dos sapatos está retida a tenacidade do lento caminhar pelos sulcos que se estendem até longe, sempre iguais, pelo campo, sobre o qual sopra um vento agreste. No couro, está a umidade e a fertilidade do solo. Sob as solas, insinua-se a solidão do caminho do campo, pela noite que cai. No apetrecho para calçar impera o apelo calado da terra, a sua muda oferta do trigo que amadurece e a sua inexplicável recusa na desolada improdutividade do campo no inverno. Por este apetrecho passa o calado temor pela segurança do pão, a silenciosa alegria de vencer uma vez mais a miséria, a angústia do nascimento iminente e o tremor ante a ameaça da morte (p. 25).

Este apetrecho sapato está abrigado no mundo da camponesa e é a partir mesmo desta abrigada pertença que ele surge para o seu repousar-em-si-mesmo. Mas é quando os sapatos estão no quadro que os vemos como possibilidade disso tudo. A obra coloca à luz o ser das coisas e a possibilidade de abertura e transcendência no relacionar-se com elas. É na relação da camponesa com os sapatos que o ser sapato acontece. E esse é o sapato dos longos caminhos pelo campo, do cansaço do trabalho, das horas de frio... É o sapato do qual se tem experiência, são esses sapatos que Vincent abre em suas telas.

Quando Castaneda para o mundo pela primeira vez, ele conversa com um coiote que está andando pelo campo. Ademais, fala de uma série de experiências que diz não poder descrever com palavras. Ao contar o ocorrido ao índio Don Juan, este lhe diz que o coiote não falara da mesma maneira como os homens falam e que Castaneda não conseguiu reconhecer isso, mas seu corpo havia compreendido pela primeira vez.

    -Seu corpo compreendeu pela primeira vez. Mas você não conseguiu reconhecer que não era um coiote, para começar, e que certamente não estava falando da maneira que você ou eu falamos.

    -Mas o coiote falou mesmo, Don Juan!

    -Agora olhe quem está falando como um idiota. Depois de todos esses anos de aprendizado, já devia saber. Ontem você parou o mundo e podia até ter visto. Um ser mágico lhe disse uma coisa e seu corpo foi capaz de entender, porque o mundo tinha desmoronado.

    -O mundo estava como hoje, Don Juan.

    -Não estava, não. Hoje os coiotes não lhe dizem nada, e você não consegue ver as linhas do mundo. Ontem fez tudo isso simplesmente porque alguma coisa tinha parado dentro de você.

    -O que foi que parou em mim?

    -O que parou em você ontem foi aquilo que as pessoas têm dito que é o mundo. Entenda, as pessoas nos dizem, desde o momento em que nascemos, que o mundo é assim e assado, naturalmente não temos outra escolha senão ver o mundo do jeito que as pessoas nos dizem que é (Castaneda, 1972/2006, p. 314).

Parar o mundo e ser obra de arte, falando dessas noções, os dois autores discorrem sobre realidades plásticas, sobre mundos que existem a partir de experiências, sobre formas de ec-xistir e transitar entre mundos, mantendo-se na abertura do ente. Quando Van Gogh pinta os sapatos, ele os traz à presença, e aqui entendemos presença como proximidade, a intensidade própria de sua experiência. A arte não consiste em mera representação de um mundo; da mesma forma quando o guerreiro vê, ele faz uma experiência livre de suas idéias prévias de um mundo simplesmente dado. "Parar o mundo", em Castaneda, e "ser obra de arte", em Heidegger, podem ser relecionados pelo fato de apontarem para uma abertura de possibilidades de sentido para além do mundo que tomamos como dado.

Em Viagem a Ixtlan, após passar por uma determinada experiência, Castaneda se inquieta e diz não conseguir entender o que tinha se passado. Don Juan diz a ele: "Insiste em explicar tudo como se o mundo inteiro fosse composto de coisas que podem ser explicadas. (...) Já lhe ocorreu que há poucas coisas nesse mundo que podem ser explicadas do seu jeito?" (Castaneda, 1972/2006, p. 160).

Quando Castaneda explica o mundo, ele simplesmente reafirma sua representação prévia do mundo e assim o esgota enquanto abertura de possibilidades. Em vários momentos de sua trajetória de aprendizado, Castaneda se vê dividido entre dois mundos, o mundo cotidiano dos homens e o mundo dos feiticeiros: qual mundo seguir?

Certa vez ao ingerir uma das plantas de poder - botões de peiote - ele pergunta qual o caminho certo a seguir, qual o mundo certo. O espírito do peiote, Mescalito, o conduz em experiências distintas. A princípio, Castaneda tem visões e sensações agradáveis, que lhe trazem felicidade, mas logo depois ruídos começam a entrar nesse mundo pleno de felicidade e a experiência começa a se transformar de forma desagradável. Castaneda se vê em uma situação de luta e todo o conforto desaparece. Diante disso, ele não consegue interpretar sozinho o que foi que Mescalito veio lhe dizer; confuso pede ajuda de Don Juan que lhe diz que a lição de Mescalito foi lindamente clara. Ele disse que Castaneda acredita existirem dois mundos para ele, dois caminhos, enquanto na verdade só existe um: o mundo dos homens.

O único mundo possível para um homem é o mundo dos homens, porque somos homens e isso não podemos resolver largar. Na primeira experiência, onde tudo é felicidade não há diferença entre as coisas porque não há ninguém que indague pela diferença. Por isso Mescalito sacode Castaneda e o tira novamente de uma posição confortável, para lhe mostrar como o homem pensa e luta. Trata-se de um horizonte de mistério fundamental do ser homem: horizonte de abertura da própria existência. Don Juan diz que presumir que se vive em dois mundos é vaidade, pois se sendo homem, se vive o mundo dos homens.

Aproximemos este pensamento com o que desenvolve Heidegger sobre o modo de ser do homem, o "ser-aí". O homem é o único ente cujo ser está sempre em jogo em sua existência. Para a fenomenologia, não há uma essência a priori à própria experiência do existir. O homem é ser-no-mundo. Don Juan diz que é preciso, de certa forma, entender que, essencialmente, não somos nada para, assim, podermos ser tudo. Nenhum mundo é o mundo certo ou verdadeiro. Mais adiante, em Viagem a Ixtlan, Don Juan fala a Castaneda que após ver o mundo dos feiticeiros ele deverá perceber que a grande arte do guerreiro é saber transitar entre os mundos, sabendo que nenhum é mais verdadeiro que o outro, mas que todos são possibilidades de experiência.

Não devemos concluir desse esboço de um diálogo insólito, que o mundo que convencionamos em sociedade não é importante. O que se põe em questão nesses pensamentos é a cristalização da experiência cotidiana de mundo como verdade absoluta, e, também, a cristalização dos nossos modos de ser medianos como únicas possibilidades de estar no mundo. O nosso modo de ser mais comum é tão próprio ao nosso existir, quanto o fato de que ele não esgota nossas possibilidades existenciais enquanto ser-no-mundo. Mais do que fazer experiências exóticas de mundos, o que buscamos lembrar, através da ressonância entre esses pensamentos tão distintos, seja através da arte ou por outros caminhos, é a "brecha", a "abertura" que nos permite transitar entre mundos.



Referências

Castaneda, C. (1968). A Erva do Diabo. Rio de Janeiro: Record.

Castaneda, C. (1974). Porta para o infinito. Rio de Janeiro: Record.

Castaneda, C. (2006). Viagem a Ixtlan. Rio de Janeiro: Nova Era (Original publicado em 1972).

Castaneda, C. (2009). Uma estranha realidade. Rio de Janeiro: Nova Era (Original publicado em 1971).

Heidegger, M. (1997). A Questão da técnica. Cadernos de Tradução, número 2. São Paulo: DF/USP (Original publicado em 1953).

Heidegger, M. (2007). A Origem da Obra de Arte. São Paulo: Edições 70 (Original publicado em 1950).

Heidegger, M. (1966) "Sérénité". Em Questions III, p. 159-181. Paris: Gallimard.

Sá, R. N., de & Rodrigues, J. T. (2007). A questão do sujeito edo intimismo em uma perspectiva fenomenológico hermenêutica. Em A. M. L. C. de Feijoo & R. N. de Sá (Orgs).Interpretações fenomenológico-existenciais para o sofrimento psíquico na atualidade [pp. 35-54]. Rio de Janeiro: GdN /IFEN.





Recebido em 01.06.2011
Aceito em 21.07.2012

segunda-feira, 13 de fevereiro de 2017

EL ORIGEN DE LA OBRA DE ARTE


 

MARTIN HEIDEGGER
Versión española de  Helena Cortés y Arturo Leyte en: HEIDEGGER, MARTIN, Caminos de bosque, Madrid, Alianza, 1996.

 Origen significa aquí aquello a partir de donde y por lo que una cosa es lo que es y tal como es. Qué es algo y cómo es, es lo que llamamos su esencia. El origen de algo es la fuente de su esen­cia. La pregunta por el origen de la obra de arte pregunta por la fuente de su esencia. Según la representación habitual, la obra surge a partir y por medio de la actividad del artista. Pero ¿por medio de qué y a partir de dónde es el artista aquello que es? Gracias a la obra; en efecto, decir que una obra hace al artista significa que si el artista destaca como maestro en su arte es únicamente gracias a la obra. El artista es el origen de la obra. La obra es el origen del artista. Ninguno puede ser sin el otro. Pero ninguno de los dos soporta tampoco al otro por separado. El artista y la obra son en sí mismos y recíprocamente por medio de un tercero que viene a ser lo primero, aquello de donde el artista y la obra de arte reciben sus nombres: el arte.

Por mucho que el artista sea necesariamente el origen de la obra de un modo diferente a como la obra es el origen del artista, lo cierto es que el arte es al mismo tiempo el origen del artista y de la obra todavía de otro modo diferente. Pero ¿acaso puede ser el arte un origen? ¿Dónde y cómo hay arte? El arte ya no es más que una palabra a la que no corresponde nada real. En última ins­tancia puede servir a modo de término general bajo el que agrupamos lo único real del arte: las obras y los artistas. Aun suponiendo que la palabra arte fuera algo más que un simple término general, con todo, lo designado por ella sólo podría ser en virtud de la realidad efectiva de las obras y los artistas. ¿O es al contrario? ¿Acaso sólo hay obra y artista en la medida en que hay arte y que éste es su origen?

Sea cual sea la respuesta, la pregunta por el origen de la obra de arte se transforma en pregunta por la esencia del arte. Como de todas maneras hay que dejar abierta la cuestión de si hay algún arte y cómo puede ser éste, intentaremos encontrar la esencia del arte en el lugar donde indudablemente reina el arte. El arte se hace patente en la obra de arte. Pero ¿qué es y cómo es una obra que nace del arte?

Qué sea el arte nos los dice la obra. Qué sea la obra, sólo nos lo puede decir la esencia del arte. Es evidente que nos movemos dentro de un círculo vicioso. El sentido común nos obliga a romper ese círculo que atenta contra toda lógica. Se dice que se puede deducir qué sea el arte estableciendo una comparación entre las distintas obras de arte existentes. Pero ¿cómo podemos estar seguros de que las obras que contemplamos son realmente obras de arte si no sabemos previamente qué es el arte? Pues bien, del mismo modo que no se puede derivar la esencia del arte de una serie de rasgos tomados de las obras de arte existentes, tampoco se puede derivar de conceptos más elevados, porque esta deducción da por supuestas aquellas determinaciones que deben bastar para ofrecernos como tal aquello que consideramos de antemano una obra de arte. Pero reunir los rasgos distintivos de algo dado y deducir a partir de principios generales son, en nuestro caso, cosas igual de imposibles y, si se llevan a cabo, una mera forma de autoengaño.

Así pues, no queda más remedio que recorrer todo el círculo, pero esto no es ni nuestro último recurso ni una deficiencia. Adentrarse por este camino es una señal de fuerza y permanecer en él es la fiesta del pensar, siempre que se dé por supuesto que el pensar es un trabajo de artesano. Pero el paso decisivo que lleva de la obra al arte o del arte a la obra no es el único círculo, sino que cada uno de los pasos que intentamos dar gira en torno a este mismo círculo.

Para encontrar la esencia del arte, que verdaderamente reina en la obra, buscaremos la obra efectiva y le preguntaremos qué es y cómo es.

Todo el mundo conoce obras de arte. En las plazas públicas, en las iglesias y en las casas pueden verse obras arquitectónicas, esculturas y pinturas. En las colecciones y exposiciones se exhiben obras de arte de las épocas y pueblos más diversos. Si contemplamos las obras desde el punto de vista de su pura realidad, sin aferrarnos a ideas preconcebidas, comprobaremos que las obras se presentan de manera tan natural como el resto de las cosas. El cuadro cuelga de la pared como un arma de caza o un sombrero. Una pintura, por ejemplo esa tela de Van Gogh que muestra un par de botas de campesino, peregrina de exposición en exposición. Se transportan las obras igual que el carbón del Ruhr y los troncos de la Selva Negra. Durante la campaña los soldados empaquetaban en sus mochilas los himnos de Hölderlin al lado de los utensilios de limpieza. Los cuartetos de Beethoven yacen amontonados en los almacenes de las editoriales igual que las patatas en los sótanos de las casas.

Todas las obras poseen ese carácter de cosa. ¿Qué serían sin él? Sin embargo, tal vez nos resulte chocante esta manera tan burda y superficial de ver la obra. En efecto, se trata seguramente de la perspectiva propia de la señora de la limpieza del museo o del transportista. No cabe duda de que tenemos que tomar las obras tal como lo hacen las personas que las viven y disfrutan. Pero la tan invocada vivencia estética tampoco puede pasar por alto ese carácter de cosa inherente a la obra de arte. La piedra está en la obra arquitectónica como la madera en la talla, el color en la pintura, la palabra en la obra poética y el sonido en la composición musical. El carácter de cosa es tan inseparable de la obra de arte que hasta tendríamos que decir lo contrario: la obra arquitectónica está en la piedra, la talla en la madera, la pintura en el color, la obra poética en la palabra y la composición musical en el sonido. !Por supuesto!, replicarán. Y es verdad. Pero ¿en qué consiste ese carácter de cosa que se da por sobreentendido en la obra de arte?

Seguramente resulta superfluo y equívoco preguntarlo, porque la obra de arte consiste en algo más que en ese carácter de cosa. Ese algo más que está en ella es lo que hace que sea arte. Es verdad que la obra de arte es una cosa acabada, pero dice algo más que la mera cosa:  llo Žgoreæei. La obra nos da a conocer públicamente otro asunto, es algo distinto: es alegoría. Además de ser una cosa acabada, la obra de arte tiene un carácter añadido. Tener un carácter añadido -llevar algo consigo- es lo que en griego se dice sumb‹llein. La obra es símbolo.

La alegoría y el símbolo nos proporcionan el marco dentro del que se mueve desde hace tiempo la caracterización de la obra de arte. Pero ese algo de la obra que nos revela otro asunto, ese algo añadido, es el carácter de cosa de la obra de arte. Casi parece como si el carácter de cosa de la obra de arte fuera el cimiento dentro y sobre el que se edifica eso otro y propio de la obra. ¿Y acaso no es ese carácter de cosa de la obra lo que de verdad hace el artista con su trabajo?

Queremos dar con la realidad inmediata y plena de la obra de arte, pues sólo de esta manera encontraremos también en ella el verdadero arte. Por lo tanto, debemos comenzar por contemplar el carácter de cosa de la obra. Para ello será preciso saber con suficiente claridad qué es una cosa. Sólo entonces se podrá decir si la obra de arte es una cosa, pero una cosa que encierra algo más, es decir, sólo entonces se podrá decidir si la obra es en el fondo eso otro y en ningún caso una cosa.



La cosa y la obra

¿Qué es verdaderamente la cosa en la medida en que es una cosa? Cuando preguntamos de esta manera pretendemos conocer el ser-cosa (la coseidad) de la cosa. Se trata de captar el carácter de cosa de la cosa. A este fin tenemos que conocer el círculo al que pertenecen todos los entes a los que desde hace tiempo damos el nombre de cosa.

La piedra del camino es una cosa y también el terrón del campo. El cántaro y la fuente del camino son cosas. Pero ¿y la leche del cántaro y el agua de la fuente? También son cosas, si es que las nubes del cielo, los cardos del campo, las hojas que lleva el viento otoñal y el azor que planea sobre el bosque pueden con todo derecho llamarse cosas. Lo cierto es que todo esto deberá llamarse cosa si también designamos con este nombre lo que no se presenta de igual manera que lo recién citado, es decir, lo que no aparece. Una cosa semejante, que no aparece, a saber, una «cosa en sí», es por ejemplo, según Kant, el conjunto del mundo y hasta el propio Dios. Las cosas en sí y las cosas que aparecen, todo ente que es de alguna manera, se nombran en filosofía como cosa.

El avión y el aparato de radio forman parte hoy día de las cosas más próximas, pero cuando mentamos las cosas últimas pensamos en algo muy diferente. Las cosas últimas son la muerte y el juicio. En definitiva, la palabra cosa designa aquí todo aquello que no es finalmente nada. Siguiendo este significado también la obra de arte es una cosa en la medida en que, de alguna manera, es algo ente. Pero a primera vista parece que este concepto de cosa no nos ayuda nada en nuestra pretensión de delimitar lo ente que es cosa frente a lo ente que es obra. Por otra parte, tampoco nos atrevemos del todo a llamar a Dios cosa y lo mismo nos ocurre cuando pretendemos tomar por cosas al labrador que está en el campo, al fogonero ante su caldera y al maestro en la escuela. El hombre no es una cosa. Es verdad que cuando una chiquilla se enfrenta a una tarea desmesurada decimos de ella que es una ‘cosita’ demasiado joven, pero sólo porque en este caso pasamos hasta cierto punto por alto su condición humana y creemos encontrar más bien lo que constituye el carácter de cosa de las cosas. Hasta vacilamos en llamar cosa al ciervo que para en el claro del bosque, al escarabajo que se esconde en la hierba y a la propia brizna de hierba. Para nosotros, serán más bien cosas el martillo, el zapato, el hacha y el reloj. Pero tampoco son meras cosas. Para nosotros sólo valen como tal la piedra, el terrón o el leño. Las cosas inanimadas, ya sean de la naturaleza o las destinadas al uso. Son las cosas de la naturaleza y del uso las que habitualmente reciben el nombre de cosas.

Así, hemos venido a parar desde el más amplio de los ámbitos, en el que todo es una cosa (cosa = res = ens = un ente), incluso las cosas supremas y últimas, al estrecho ámbito de las cosas a secas. «A secas» significa aquí, por un lado, la pura cosa, que es simplemente cosa y nada más y, por otro lado, la mera cosa en sentido casi despectivo. Son las cosas a secas, excluyendo hasta las cosas del uso, las que pasan por ser las cosas propiamente dichas. Pues bien ¿en qué consiste el carácter de cosa de estas cosas? A partir de ellas se debe poder determinar la coseidad de las cosas. Esta determinación nos capacita para distinguir el carácter de cosa como tal. Así armados, podremos caracterizar esa realidad casi tangible de las obras en la que se esconde algo distinto.

Es bien sabido que, desde tiempos remotos, en cuanto se pregunta qué pueda ser lo ente, siempre salen a relucir las cosas en su coseidad como lo ente por antonomasia. Según esto, debemos encontrar ya en las interpretaciones tradicionales de lo ente la delimitación de la coseidad de las cosas. Así pues, sólo tenemos que asegurar expresamente este saber tradicional de la cosa para vernos descargados de la fastidiosa tarea de buscar por nuestra cuenta el carácter de cosa de las cosas. Las respuestas a la pregunta de qué es la cosa se han vuelto tan corrientes que nadie sospecha que se puedan poner en duda.

Las interpretaciones de la coseidad de la cosa reinantes a lo largo de todo el pensamiento occidental, que hace mucho que se dan por supuestas y se han introducido en nuestro uso cotidiano, se pueden resumir en tres.

Una mera cosa es, por ejemplo, este bloque de granito, que es duro, pesado, extenso, macizo, informe, áspero, tiene un color y es parte mate y parte brillante. Todo lo que acabamos de enumerar podemos observarlo en la piedra. De esta manera conocemos sus características. Pero las características son lo propio de la piedra. Son sus propiedades. La cosa las tiene. ¿La cosa? ¿En qué pensamos ahora cuando mentamos la cosa? Parece evidente que la cosa no es sólo la reunión de las características ni una mera acumulación de propiedades que dan lugar al conjunto. La cosa, como todo el mundo cree saber, es aquello alrededor de lo que se han agrupado las propiedades. Entonces, se habla del núcleo de las cosas. Parece que los griegos llamaron a esto tò êpoxeÛmenon. Esa cualidad de las cosas que consiste en tener un núcleo era, para ellos, lo que en el fondo y siempre subyacía. Pero las características se llaman tŒ snmbebhxñta, es decir, aquello siempre ya ligado a lo que subyace en cada caso y que aparece con él.

Estas denominaciones no son nombres arbitrarios, porque en ellas habla lo que aquí ya no se puede mostrar: la experiencia fundamental griega del ser de lo ente en el sentido de la presencia. Pero gracias a estas denominaciones se funda la interpretación, desde ahora rectora, de la coseidad de la cosa, así como la interpretación occidental del ser de lo ente. Ésta comienza con la adopción de las palabras griegas por parte del pensamiento romano-latino. êpoxeÛmenon se convierte en subjectum; êpñstasiw se convierte en substantia; snmbebhxñw pasará a ser accidens. Esta traducción de los nombres griegos a la lengua latina no es en absoluto un proceso sin trascendencia, tal como se toma hoy día. Por el contrario, detrás de esa traducción aparentemente literal y por lo tanto conservadora de sentido, se esconde una tras-lación de la experiencia griega a otro modo de pensar. El modo de pensar romano toma prestadas las palabras griegas san la correspondiente experiencia originaria de aquello que dicen, sin la palabra griega. Con esta traducción, el pensamiento occidental empieza a perder suelo bajo sus pies.

Según la opinión general, la determinación de la coseidad de la cosa como substancia con sus accidentes parece corresponderse con nuestro modo natural de ver las cosas. No es de extrañar que esta manera habitual de ver las cosas se haya adecuado también al comportamiento que se tiene corrientemente con las mismas, esto es, al modo en que interpelamos a las cosas y hablamos de ellas. La oración simple se compone del sujeto, que es la traducción latina -y esto quiere decir reinterpretación- del êpoxeÛmenon, y del predicado con el que se enuncian las características de la cosa. ¿Quién se atrevería a poner en tela de juicio estas sencillas relaciones fundamentales entre la cosa y la oración, entre la estructura de la oración y la estructura de la cosa? Y con todo, no nos queda más remedio que preguntar si la estructura de la oración simple (la cópula de sujeto y predicado) es el reflejo de la estructura de la cosa (de la reunión de la substancia con los accidentes). ¿O es que esa representación de la estructura de la cosa se ha diseñado según la estructura de la oración?

¿Qué más fácil que pensar que el hombre transfiere su modo de captar las cosas en oraciones a la estructura de la propia cosa? Esta opinión aparentemente crítica, pero sin embargo demasiado precipitada, debería hacernos comprender de todos modos cómo es posible esa traslación de la estructura de la oración a la cosa sin que la cosa se haya hecho ya visible previamente. No se ha decidido todavía qué es lo primero y determinante, si la estructura de la oración o la de la cosa. Incluso es dudoso que se pueda llegar a resolver esta cuestión bajo este planteamiento.

En el fondo, ni la estructura de la oración da la medida para diseñar la estructura de la cosa ni ésta se refleja simplemente en aquélla. Ambas, la estructura de la oración y la de la cosa, tienen su origen en una misma fuente más originaria, tanto desde el punto de vista de su género como de su posible relación recíproca. En todo caso, la primera interpretación citada de la coseidad de la cosa (la cosa como portadora de sus características), no es tan natural como aparenta, a pesar de ser tan habitual. Lo que nos parece natural es sólo, presumiblemente, lo habitual de una larga costumbre que se ha olvidado de lo inhabitual de donde surgió. Sin embargo, eso inhabitual causó en otros tiempos la sorpresa de los hombres y condujo el pensar al asombro.

La confianza en la interpretación habitual de la cosa sólo está fundada aparentemente. Además, este concepto de cosa (la cosa como portadora de sus características) no vale sólo para la mera cosa propiamente dicha, sino para cualquier ente. Por eso, con su ayuda nunca se podrá delimitar a lo ente que es cosa frente a lo ente que no es cosa. Sin embargo, antes de cualquier consideración, el simple hecho de permanecer alerta en el ámbito de las cosas ya nos dice que este concepto de cosa no acierta con el carácter de cosa de las cosas, es decir, con el hecho de que éstas se generan espontáneamente y reposan en sí mismas. A veces, seguimos teniendo el sentimiento de que hace mucho que se ha violentado ese carácter de cosa de las cosas y que el pensar tiene algo que ver con esta violencia, motivo por el que renegamos del pensar en lugar de esforzarnos porque sea más pensante. Pero ¿qué valor puede tener un sentimiento, por seguro que sea, a la hora de determinar la esencia de la cosa, cuando el único que tiene derecho a la palabra es el pensar? Pero, con todo, tal vez lo que en éste y otros casos parecidos llamamos sentimiento o estado de ánimo sea más razonable, esto es, más receptivo y sensible, por el hecho de estar más abierto al ser que cualquier tipo de razón, ya que ésta se ha convertido mientras tanto en ratio y por lo tanto ha sido malinterpretada como racional. Así las cosas, la mirada de reojo hacia lo ir-racional, en tanto que engendro de lo racional impensado, ha prestado curiosos servicios. Es cierto que el concepto habitual de cosa sirve en todo momento para cada cosa, pero a pesar de todo no es capaz de captar la cosa en su esencia, sino que por el contrario la atropella.

¿Es posible evitar semejante atropello? ¿De qué manera? Probablemente sólo es posible si le concedemos campo libre a la cosa con el fin de que pueda mostrar de manera inmediata su carácter de cosa. Previamente habrá que dejar de lado toda concepción y enunciado que pueda interponerse entre la cosa y nosotros. Sólo entonces podremos abandonarnos en manos de la presencia imperturbada de la cosa. Pero no tenemos por qué exigir ni preparar este encuentro inmediato con las cosas, ya que viene ocurriendo desde hace mucho tiempo. Se puede decir que en todo lo que aportan los sentidos de la vista, el oído y el tacto, así como en las sensaciones provocadas por el color, el sonido, la aspereza y la dureza, las cosas se nos meten literalmente en el cuerpo. La cosa es el aÞsyhtñn, lo que se puede percibir con los sentidos de la sensibilidad por medio de las sensaciones. En consecuencia, más tarde se ha tornado habitual ese concepto de cosa por el cual ésta no es más que la unidad de una multiplicidad de lo que se da en los sentidos. Lo determinante de este concepto de cosa no cambia en absoluto porque tal unidad sea comprendida como suma, como totalidad o como forma.

Pues bien, esta interpretación de la coseidad de las cosas es siempre y en todo momento tan correcta y demostrable como la anterior, lo que basta para dudar de su verdad. Si nos paramos a pensar a fondo aquello que estamos buscando, esto es, el carácter de cosa de la cosa, este concepto de cosa nos volverá a dejar perplejos. Cuando se nos aparecen las cosas nunca percibimos en primer lugar y propiamente dicho un cúmulo de sensaciones, tal como pretende este concepto, por ejemplo, una suma de sonidos y ruidos, sino que lo que oímos es cómo silba el vendaval en el tubo de la chimenea, el vuelo del avión trimotor, el Mercedes que pasa y que distinguimos inmediatamente del Adler. Las cosas están mucho más próximas de nosotros que cualquier sensación. En nuestra casa oímos el ruido de un portazo pero nunca meras sensaciones acústicas o puros ruidos. Para oír un ruido puro tenemos que hacer oídos sordos a las cosas, apartar de ellas nuestro oído, es decir, escuchar de manera abstracta.

En el concepto de cosa recién citado no se encierra tanto un atropello a la cosa como un intento desmesurado de llevar la cosa al ámbito de mayor inmediatez posible respecto a nosotros. Pero una cosa jamás se introducirá en ese ámbito mientras le asignemos como su carácter de cosa lo que hemos percibido a través de las sensaciones. Mientras que la primera interpretación de la cosa la mantiene a una excesiva distancia de nosotros, la segunda nos la aproxima demasiado. En ambas interpretaciones la cosa desaparece. Por eso, hay que evitar las exageraciones en ambos casos. Hay que dejar que la propia cosa repose en sí misma. Hay que tomarla tal como se presenta, con su propia consistencia. Esto es lo que parece lograr la tercera interpretación, que es tan antigua como las dos ya citadas.

Lo que le da a las cosas su consistencia y solidez, pero al mismo tiempo provoca los distintos tipos de sensaciones que confluyen en ellas, esto es, el color, el sonido, la dureza o la masa, es lo material de las cosas. En esta caracterización de la cosa como materia (ìlh) está puesta ya la forma (morf®). Lo permanente de una cosa, su consistencia, reside en que una materia se mantiene con una forma. La cosa es una materia conformada. Esta interpretación de la cosa se apoya en la apariencia inmediata con la que la cosa se dirige a nosotros por medio de su aspecto (eädow). La síntesis de materia y forma nos aporta finalmente el concepto de cosa que se adecua igualmente a las cosas de la naturaleza y a las cosas del uso.

Este concepto de cosa nos capacita para responder a la pregunta por el carácter de cosa de la obra de arte. El carácter de cosa de la obra es manifiestamente la materia de la que se compone. La materia es el sustrato y el campo que permite la configuración artística. Pero semejante constatación, tan esclarecedora como sabida, hubiéramos podido aportarla ya desde el principio. ¿Por qué damos entonces este rodeo a través de los demás conceptos de cosa en vigor? Porque también desconfiamos de este concepto de cosa que representa a la cosa como materia conformada.

Pero ¿acaso esta pareja de conceptos, materia-forma, no es la que se usa corrientemente en el ámbito dentro del que debemos movernos? Sin duda. La diferenciación entre materia y forma es el esquema conceptual por antonomasia para toda estética y teoría del arte bajo cualquiera de sus modalidades. Pero este hecho irrefutable no demuestra ni que la diferenciación entre materia y forma esté suficientemente fundamentada ni que pertenezca originariamente al ámbito del arte y de la obra de arte. Además, hace mucho tiempo que el ámbito de validez de esta pareja de conceptos rebasa con mucho el terreno de la estética. Forma y contenido son conceptos comodín bajo los que se puede acoger prácticamente cualquier cosa. Si además se le adscribe la forma a lo racional y la materia a lo ir-racional, si se toma lo racional como lo lógico y lo irracional como lo carente de lógica y si se vincula la pareja de conceptos forma-materia con la relación sujeto-objeto, el pensar representativo dispondrá de una mecánica conceptual a la que nada podrá resistirse.

Pero si la diferenciación entre materia y forma nos lleva a este punto, ¿cómo podremos aislar con su ayuda el ámbito específico de las meras cosas a diferencia del resto de los entes? Tal vez esta caracterización según la materia y la forma vuelva a recuperar su poder de determinación si damos marcha atrás y evitamos la excesiva extensión y consiguiente pérdida de significado de estos conceptos. Es cierto, pero esto supone saber de antemano cuál es la región de lo ente en la que tienen verdadera fuerza de determinación. Que dicha región sea la de las meras cosas no deja de ser por ahora más que una suposición. La alusión al empleo excesivamente generoso de este entramado conceptual en el campo de la estética, podría llevarnos a pensar que materia y forma son determinaciones que tienen su origen en la esencia de la obra de arte y sólo a partir de allí han sido transferidas nuevamente a la cosa. ¿Dónde tiene el entramado materia-forma su origen, en el carácter de cosa de la cosa o en el carácter de obra de la obra de arte?

El bloque de granito que reposa en sí mismo es algo material bajo una forma determinada aunque tosca. Forma significa aquí la distribución y el ordenamiento de las partículas materiales en los lugares del espacio, de lo que resulta un perfil determinado: el del bloque. Pero también el cántaro, el hacha y los zapatos son una materia comprendida dentro de una forma. En este caso, la forma en tanto que perfil no es ni siquiera la consecuencia de una distribución de la materia. Por el contrario, la forma determina el ordenamiento de la materia. Y no sólo esto, sino también hasta el género y la elección de la misma: impermeable para el cántaro, suficientemente dura para el hacha, firme pero flexible para los zapatos. Además, esta combinación de forma y materia ya viene dispuesta de antemano dependiendo del uso al que se vayan a destinar el cántaro, el hacha o los zapatos. Dicha utilidad nunca se le atribuye ni impone con posterioridad a entes del tipo del cántaro, el hacha y los zapatos. Pero tampoco es alguna suerte de finalidad colgada en algún lugar por encima de ellos.

La utilidad es ese rasgo fundamental desde el que estos entes nos contemplan, esto es, irrumpen ante nuestra vista, se presentan y, así, son entes. Sobre esta utilidad se basan tanto la conformación como la elección de materia que viene dada previamente con ella y, por lo tanto, el reino del entramado de materia y forma. Los entes sometidos a este dominio son siempre producto de una elaboración. El producto se elabora en tanto que utensilio para algo. Por lo tanto, materia y forma habitan, como determinaciones de lo ente, en la esencia del utensilio. Este nombre nombra lo confeccionado expresamente para su uso y aprovechamiento. Materia y forma no son en ningún modo determinaciones originarias de la coseidad de la mera cosa.

Una vez elaborado, el utensilio, por ejemplo el zapato, reposa en sí mismo como la mera cosa, pero no se ha generado por sí mismo como el bloque de granito. Por otra parte, el utensilio presenta un parentesco con la obra de arte, desde el momento en que es algo creado por la mano del hombre. Pero, a su vez, y debido a la autosuficiencia de su presencia, la obra de arte se parece más bien a la cosa generada espontáneamente y no forzada a nada. Y con todo, no contamos las obras entre las meras cosas. Las cosas propiamente dichas son, normalmente, las cosas del uso que se hallan en nuestro entorno, las más próximas a nosotros. Y, así, si bien el utensilio es cosa a medias, porque se halla determinado por la coseidad, también es más: es al mismo tiempo obra de arte a medias; pero también es menos, porque carece de la autosuficiencia de la obra de arte. El utensilio ocupa una característica posición intermedia entre la cosa y la obra, suponiendo que nos esté permitido entrar en semejantes cálculos.

Pero el entramado materia-forma que determina en primer lugar el ser del utensilio aparece fácilmente como la constitución inmediatamente comprensible de todo ente, porque en este caso el propio hombre que elabora está implicado en el modo en que un utensilio llega al ser. Desde el momento en que el utensilio adopta una posición intermedia entre la mera cosa y la obra, resulta fácil concebir también con ayuda del ser-utensilio (esto es, del entramado materia-forma) los entes que no tienen carácter de utensilio, las cosas y las obras y, en definitiva, todo ente.

La tendencia a considerar el entramado materia-forma como la constitución de cada uno de los entes recibe sin embargo un impulso muy particular por el hecho de que, debido a una creencia, concretamente la fe bíblica, nos representamos de entrada la totalidad de lo ente como algo creado, o lo que es lo mismo, como algo elaborado. La filosofía de esta fe puede permitirse asegurar que nos debemos imaginar toda la actividad creadora de Dios como algo diferente al quehacer de un artesano, pero cuando al mismo tiempo o incluso previamente pensamos el ens creatum a partir de la unidad de materia y forma  -siguiendo la presunta prederminación de la filosofía tomista para la interpretación de la Biblia- entonces interpretamos la fe a partir de una filosofía cuya verdad reposa en un desocultamiento de lo ente completamente diferente a ese mundo en el que cree la fe.

La idea de creación basada en la fe podría perder fácilmente ahora su fuerza rectora de cara al saber de lo ente en su totalidad, pero con todo, una vez iniciada su marcha, la interpretación teológica de todo ente (tomada de una filosofía extraña), esto es, la concepción del mundo según la materia y la forma, puede seguir su camino. Esto ocurre en el tránsito de la Edad Media a la Edad Moderna. La metafísica de la Edad Moderna reposa en parte sobre el entramado materia-forma acuñado en la Edad Media, que ya sólo recuerda a través de los nombres la sepultada esencia del eädow y la ëlh. Y así es como la interpretación de la cosa según la materia y la forma -ya sea bajo la formulación medieval o la kantiana-trascendental- se ha vuelto completamente habitual y se da por supuesta. Pero no por eso deja de ser un atropello al ser-cosa de la cosa, exactamente igual que las restantes interpretaciones de la coseidad de la cosa.

Desde el momento en que llamamos meras cosas a las cosas propiamente dichas, nos estamos traicionando claramente. En efecto, ‘meras’ significa que están despojadas de su carácter de utilidad y de cosa elaborada. La mera cosa es una especie de utensilio, pero uno desprovisto de su naturaleza de utensilio. El ser-cosa consiste precisamente en lo que queda después. Pero este resto no está determinado propiamente en su carácter de ser. Sigue siendo cuestionable si el carácter de cosa de la cosa puede llegar a aparecer alguna vez, desde el momento en que se despoja a la cosa de todo carácter de utensilio. De esta manera, la tercera interpretación de la cosa, la que se guía por el entramado materia-forma, se revela como un nuevo atropello a la cosa.

Los tres modos citados de determinación de la coseidad conciben la cosa como portadora de características, como unidad de una multiplicidad de sensaciones, como materia conformada. A lo largo de la historia de la verdad sobre lo ente se fueron entremezclando las citadas interpretaciones, aunque ahora se pasa esto por alto. De este modo, se reforzó aún más la tendencia a la extensión que ya las distinguía, de manera que terminaron valiendo igualmente para la cosa, el utensilio y la obra. Así es como surge de ellas ese modo de pensar por el cual no pensamos sólo sobre la cosa, el utensilio y la obra en particular, sino sobre todo ente en general. Este modo de pensar que se ha tornado habitual hace tiempo, anticipa toda comprensión inmediata de lo ente. Dicha comprensión anticipada impide la meditación sobre el ser de todo ente. Y, de este modo, ocurre que los conceptos dominantes de cosa nos cierran el camino hacia el carácter de cosa de la cosa, así como al carácter de utensilio del utensilio y sobre todo al carácter de obra de la obra.

Por esto es por lo que es necesario conocer dichos conceptos de cosa: para poder meditar con pleno conocimiento sobre su origen y su pretensión desmedida, pero también sobre su aparente incuestionabilidad. Este conocimiento es tanto más necesario por cuanto intentamos traer a la vista y a la palabra el carácter de cosa de la cosa, el carácter de utensilio del utensilio y el carácter de obra de la obra. Pues bien, para ello sólo se precisa dejar reposar a la cosa en sí misma, por ejemplo en su ser-cosa, pero sin incurrir en la anticipación ni el atropello de esos modos de pensar. ¿Qué más fácil que dejar que el ente sólo sea precisamente el ente que es? ¿O, por el contrario, dicha tarea nos introduce en la mayor dificultad, sobre todo si semejante propósito (dejar ser al ente como es) representa precisamente lo contrario de aquella indiferencia que le da la espalda a lo ente en beneficio de un concepto no probado del ser? Debemos volvernos hacia lo ente, pensar en él mismo a partir de su propio ser, pero al mismo tiempo y gracias a eso, dejarlo reposar en su esencia.

Este esfuerzo del pensar parece encontrar la mayor resistencia a la hora de determinar la coseidad de la cosa, pues de lo contrario ¿cuál es el motivo del fracaso de los intentos ya citados? Es la cosa, la que en su insignificancia, escapa más obstinadamente al pensar. ¿O será que este retraerse de la mera cosa, este no verse forzada a nada que reposa en sí mismo, forma precisamente parte de la esencia de la cosa? ¿Acaso aquel elemento cerrado de la esencia de la cosa, que causa extrañeza, no debe convertirse en lo más familiar y de más confianza para un pensar que intenta pensar la cosa? Si esto es así, no debemos abrir por la fuerza el camino que lleva al carácter de cosa de la cosa.

Prueba indiscutible de que la coseidad de la cosa es particularmente difícil de decir y de que pocas veces es posible hacerlo, es la historia de su interpretación aquí esbozada. Esta historia coincide con el destino que ha guiado hasta ahora el pensamiento occidental sobre el ser de lo ente. Pero no nos limitamos a constatarlo. En esta historia vemos también una señal. ¿O es producto del azar el que de todas las interpretaciones de la cosa sea justamente la que se ha guiado según la materia y la forma la que ha alcanzado un predominio más destacado? Esta determinación de la cosa tiene su origen en una interpretación del ser-utensilio del utensilio. Este ente, el utensilio, está particularmente próximo al modo humano de representar, porque llega al ser gracias a nuestra propia creación. Este ente que nos resulta más familiar en su ser, el utensilio, ocupa al mismo tiempo una peculiar posición intermedia entre la cosa y la obra. Vamos a dejarnos guiar por esta señal y buscar en primer lugar el carácter de utensilio del utensilio. Tal vez esto nos proporcione alguna pista sobre el carácter de cosa de la cosa y el carácter de obra de la obra. Únicamente, debemos evitar precipitarnos en convertir a la cosa y a la obra en nuevas modalidades de utensilio. Sin embargo, vamos a olvidarnos de que también, según como sea el utensilio, existen diferencias esenciales en su historia.

Pero ¿qué camino conduce al carácter de utensilio del utensilio? ¿Cómo podremos saber qué es el utensilio en realidad? Evidentemente, el procedimiento que vamos a seguir ahora debe evitar esos intentos que conducen nuevamente al atropello de las interpretaciones habituales. La manera más segura de evitarlo es describiendo simplemente un utensilio prescindiendo de cualquier teoría filosófica.

 Tomaremos como ejemplo un utensilio corriente: un par de botas de campesino. Para describirlas ni siquiera necesitamos tener delante un ejemplar de ese tipo de útil. Todo el mundo sabe cómo son, pero puesto que pretendemos ofrecer una descripción directa, no estará de más procurar ofrecer una ilustración de las mismas. A tal fin bastará un ejemplo gráfico. Escogeremos un famoso cuadro de Van Gogh, quien pintó varias veces las mentadas botas de campesino. Pero ¿qué puede verse allí? Todo el mundo sabe en qué consiste un zapato. A no ser que se trate de unos zuecos o de unas zapatillas de esparto, un zapato tiene siempre una suela y un empeine de cuero unidos mediante un cosido y unos clavos. Este tipo de utensilio sirve para calzar los pies. Dependien­do del fin al que van a ser destinados, para trabajar en el campo o para bailar, variarán tanto la materia como la forma de los zapatos.

Estos datos, perfectamente correctos, no hacen sino ilustrar algo que ya sabemos. El ser-utensilio del utensilio reside en su uti­lidad. Pero ¿qué decir de ésta? ¿Capta ya la utilidad el carácter de utensilio del utensilio? Para que esto ocurra ¿acaso no tenemos que detenernos a considerar el utensilio dotado de utilidad en el momento en que está siendo usado para algo? Pues bien, las botas campesinas las lleva la labradora cuando trabaja en el campo y sólo en ese momento son precisamente lo que son. Lo son tanto más cuanto menos piensa la labradora en sus botas durante su tra­bajo, cuando ni siquiera las mira ni las siente. La labradora se sos­tiene sobre sus botas y anda con ellas. Así es como dichas botas sirven realmente para algo. Es en este proceso de utilización del utensilio cuando debemos toparnos verdaderamente con el carác­ter de utensilio.

Por el contrario, mientras sólo nos representemos un par de botas en general, mientras nos limitemos a ver en el cuadro un simple par de zapatos vacíos y no utilizados, nunca llegaremos a saber lo que es de verdad el ser-utensilio del utensilio. La tela de Van Gogh no nos permite ni siquiera afirmar cuál es el lugar en el que se encuentran los zapatos. En torno a las botas de labranza no se observa nada que pueda indicarnos el lugar al que pertenecen o su destino, sino un mero espacio indefinido. Ni siquiera aparece pegado a las botas algún resto de la tierra del campo o del camino de labor que pudiera darnos alguna pista acerca de su finalidad. Un par de botas de campesino y nada más. Y sin embargo...

En la oscura boca del gastado interior del zapato está grabada la fatiga de los pasos de la faena. En la ruda y robusta pesadez de las botas ha quedado apresada la obstinación del lento avanzar a lo largo de los extendidos y monótonos surcos del campo mientras sopla un viento helado. En el cuero está estampada la humedad y el barro del suelo. Bajo las suelas se despliega toda la soledad del camino del campo cuando cae la tarde. En el zapato tiembla la ca­llada llamada de la tierra, su silencioso regalo del trigo maduro, su enigmática renuncia de sí misma en el yermo barbecho del campo invernal. A través de este utensilio pasa todo el callado temor por tener seguro el pan, toda la silenciosa alegría por haber vuelto a vencer la miseria, toda la angustia ante el nacimiento próximo y el escalofrío ante la amenaza de la muerte. Este utensilio pertenece a la tierra y su refugio es el mundo de la labradora. El utensilio puede llegar a reposar en sí mismo gracias a este modo de pertenencia salvaguardada en su refugio.

Pero tal vez todas estas cosas sólo las vemos en los zapatos del cuadro, mientras que la campesina se limita sencillamente a llevar puestas sus botas. ¡Si fuera tan sencillo como parece! Cada vez que la labradora se quita sus botas al llegar la noche, llena de una dura pero sana fatiga, y se las vuelve a poner apenas empieza a clarear el alba, o cada vez que pasa al lado de ellas sin ponérselas los días de fiesta, sabe muy bien todo esto sin necesidad de mirarlas ni de reflexionar en nada. Es cierto que el ser-utensilio del utensilio resi­de en su utilidad, pero a su vez ésta reside en la plenitud de un modo de ser esencial del utensilio. Lo llamamos su fiabilidad. Gra­cias a ella y a través de este utensilio la labradora se abandona en manos de la callada llamada de la tierra, gracias a ella está segura de su mundo. Para ella y para los que están con ella y son como ella, el mundo y la tierra sólo están ahí de esa manera: en el uten­silio. Decimos «sólo» y es un error, porque la fiabilidad del utensi­lio es la única capaz de darle a este mundo sencillo una sensación de protección y de asegurarle a la tierra la libertad de su constante afluencia.

El ser-utensilio del utensilio, su fiabilidad, mantiene a todas las cosas reunidas en sí, según su modo y su extensión. Sin embargo, la utilidad del utensilio sólo es la consecuencia esencial de la fiabilidad. Aquélla palpita en ésta y no sería nada sin ella. El utensilio singular se usa y consume, pero al mismo tiempo también el propio uso cae en el desgaste, pierde sus perfiles y se torna corriente. Así es como el ser-utensilio se vacía, se rebaja hasta convertirse en un mero utensilio. Esta vaciedad del ser-utensilio es la pérdida progresiva de la fiabilidad. Pero esta desaparición, a la que las cosas del uso deben su aburrida e insolente vulgaridad, es sólo un testimonio más a favor de la esencia originaria del ser-utensilio. La gastada vulgaridad del utensilio se convierte entonces, aparentemente, en el único modo de ser propio del mismo. Ya sólo se ve la utilidad escueta y desnuda, que despierta la impresión de que el origen del utensilio reside en la mera elaboración, que le imprime una forma a una materia. Pero lo cierto es que, desde su auténtico ser-utensilio, el utensilio viene de mucho más lejos. Materia y forma y la distinción de ambas tienen una raíz mucho más profunda.

El reposo del utensilio que reposa en sí mismo reside en la fiabilidad. Ella es la primera que nos descubre lo que es de verdad el utensilio. Pero todavía no sabemos nada de lo que estábamos buscando en un principio: el carácter de cosa de la cosa. Y sabemos todavía menos de lo único que de verdad estamos buscando: el carácter de obra de la obra entendida como obra de arte.

¿O tal vez ya hemos aprendido algo acerca del ser-obra de la obra sin darnos cuenta y como de pasada?

Ya hemos dado con el ser-utensilio del utensilio. Pero ¿cómo? Desde luego, no ha sido a través de la descripción o explicación de un zapato que estuviera verdaderamente presente; tampoco por medio de un informe sobre el proceso de elaboración del calzado; aún menos gracias a la observación del uso que se les da en la realidad a los zapatos en este u otro lugar. Lo hemos logrado única y exclusivamente plantándonos delante de la tela de Van Gogh. Ella es la que ha hablado. Esta proximidad a la obra nos ha llevado bruscamente a un lugar distinto del que ocupamos normalmente.

Ha sido la obra de arte la que nos ha hecho saber lo que es de verdad un zapato. Si pretendiéramos que ha sido nuestra descripción, como quehacer subjetivo, la que ha pintado todo eso y luego lo ha introducido en la obra, estaríamos engañándonos a nosotros mismos de la peor de las maneras. Si hay algo cuestionable en todo esto será únicamente el hecho de que hayamos aprendido tan poco en la proximidad a la obra y que lo hayamos expresado de manera tan burda e inmediata. Pero en todo caso, la obra no ha servido únicamente para ilustrar mejor lo que es un utensilio, tal como podría parecer en un principio. Por el contrario, el ser-utensilio del utensilio sólo llega propiamente a la presencia a través de la obra y sólo en ella.

¿Qué ocurre aquí? ¿Qué obra dentro de la obra? El cuadro de Van Gogh es la apertura por la que atisba lo que es de verdad el utensilio, el par de botas de labranza. Este ente sale a la luz en el desocultamiento de su ser. El desocultamiento de lo ente fue llamado por los griegos Žl®eia. Nosotros decimos «verdad» sin pensar suficientemente lo que significa esta palabra. Cuando en la obra se produce una apertura de lo ente que permite atisbar lo que es y cómo es, es que está obrando en ella la verdad.

En la obra de arte se ha puesto manos a la obra la verdad de lo ente. «Poner» quiere decir aquí erigirse, establecerse. Un ente, por ejemplo un par de botas campesinas, se establece en la obra a la luz de su ser. El ser de lo ente alcanza la permanencia de su aparecer.

Según esto, la esencia del arte sería ese ponerse a la obra de la verdad de lo ente. Pero hasta ahora el arte se ocupaba de lo bello y la belleza y no de la verdad. Por eso, a las artes que producen este tipo de obras se las denomina bellas artes, en oposición a las artes artesanales, que elaboran utensilios. No es que el arte sea bello en el campo de las bellas artes, sino que dichas artes reciben ese nombre porque crean lo bello. Por el contrario, la verdad pertenece al reino de la lógica, mientras la belleza está reservada a la estética.

¿O es que al decir que el arte es el ponerse a la obra de la verdad vuelve a cobrar vida aquella opinión ya superada según la cual el arte es una imitación y copia de la realidad? Pero la reproducción de lo ahí presente exige coincidencia con lo ente, la adaptación a éste o adaequatio, como se decía en la Edad Media y õmoÛvsiw como ya decía Aristóteles. La coincidencia con lo ente se considera desde hace mucho tiempo como la esencia de la verdad. Pero ¿acaso opinamos que el mencionado cuadro de Van Gogh copia un par de botas campesinas y que es una obra porque ha conseguido hacerlo? ¿Acaso pensamos que la tela es copia de algo real que él ha sabido convertir en un producto de la producción artística? Nada de esto.

Así pues, en la obra no se trata de la reproducción del ente singular que se encuentra presente en cada momento, sino más bien de la reproducción de la esencia general de las cosas. Pero ¿dónde está y cómo es esa esencia general con la que coinciden las obras de arte? ¿Con qué esencia de qué cosa puede coincidir un templo griego? ¿Quién podría afirmar algo tan inverosímil como que en el edificio concreto está representada la idea de templo en general? Y, sin embargo, es precisamente en una obra semejante, siempre que sea obra, donde está obrando la verdad. Si no, pensemos en el himno de Hölderlin «El Rin». ¿Qué le ha sido dado aquí al poeta y cómo le ha sido dado, para que a continuación haya podido reproducirlo en el poema? Por mucho que en el caso de este himno y otros poemas semejantes la idea de una relación de copia entre la obra real y la obra de arte parezca fallar manifiestamente, la opinión de que la obra copia parece confirmarse de modo admirable en una obra como el poema de C. F. Meyer «La fuente romana».



Se eleva el chorro y al caer rebosa
la redondez toda de la marmórea concha,
que cubriéndose de un húmedo velo desborda
en la cuenca de la segunda concha;
la segunda, a su vez demasiado rica,
desparrama su flujo borboteante en la tercera,
y cada una toma y da al mismo tiempo
y fluye y reposa.



Sin embargo, en este poema ni se está reproduciendo poéticamente una fuente verdaderamente existente ni la esencia general de una fuente romana. Y, con todo, la verdad obra en la obra. ¿Qué verdad ocurre en la obra? ¿Y acaso puede ocurrir la verdad y ser por lo tanto histórica? Según se suele decir, la verdad es algo intemporal y supratemporal.

Buscamos la realidad de la obra de arte para encontrar de verdad en ella el arte que allí reina. La base de cosa ha demostrado ser lo más próximo a la obra. Pero para captar lo que la obra tiene de cosa no bastan los conceptos tradicionales de cosa, pues éstos tampoco consiguen dar con la esencia del carácter de cosa. El concepto predominante de cosa, la cosa como una materia conformada, ni siquiera tiene su origen en la esencia de la cosa, sino en la esencia del utensilio. También hemos comprobado que hace mucho tiempo que el ser-utensilio ocupa un lugar privilegiado en la interpretación de lo ente. Este privilegio, sobre el que nunca se ha reflexionado propiamente, ha sido el que nos ha dado la pista para replantearnos una vez más la pregunta por el carácter de utensilio evitando las interpretaciones tradicionales.

Hemos hecho que fuera una obra la que nos dijera qué es el utensilio. De este modo también ha salido a la luz lo que obra dentro de la obra: la apertura de lo ente en su ser, el acontecimiento de la verdad. Pues bien, si la realidad de la obra sólo se puede determinar por medio de aquello que obra en la obra, ¿qué hay de nuestro propósito de buscar la verdadera obra de arte en su realidad? Ibamos por mal camino cuando en un principio creíamos que la realidad de la obra se encontraba en su base de cosa. Ahora nos encontramos ante un sorprendente resultado de nuestras reflexiones, si se puede llamar a esto un resultado. Dos asuntos están claros:



Primero: los medios para captar lo que la obra tiene de cosa, esto es, los conceptos reinantes de cosa, no bastan.

Segundo: lo que queríamos captar con ello como realidad más próxima a la obra, la base de cosa, no forma parte de la obra bajo esta modalidad.



En cuanto contemplamos la obra desde esta perspectiva la estamos considerando sin querer como un utensilio al que le concedemos una superestructura en la que se supone se encierra lo artístico. Pero la obra no es un utensilio dotado de un valor estético añadido. La obra no es eso en la misma medida en que la mera cosa no es tampoco un utensilio al que sólo le falta lo que constituye el auténtico carácter de utensilio: la utilidad y la elaboración.

Nuestra manera de preguntar por la cosa se ha venido abajo, porque no estábamos preguntando por la obra, sino en parte por una cosa y en parte por un utensilio. Sólo que fue la estética la que desarrolló esta manera de preguntar y no nosotros. La manera en que ésta contempla de antemano la obra de arte está dominada por la interpretación tradicional de todo ente. Pero lo esencial no es el desmoronamiento de este planteamiento habitual. De lo que se trata es de empezar a abrir los ojos y de ver que hay que pensar el ser de lo ente para que se aproximen más a nosotros el carácter de obra de la obra, el carácter de utensilio del utensilio y el carácter de cosa de la cosa. A este fin, primero tienen que caer las barreras de todo lo que se da por sobreentendido y se deben apartar los habituales conceptos aparentes. Esta es la razón por la que hemos tenido que dar un rodeo, rodeo que nos devuelve enseguida al camino capaz de llevarnos a una determinación del carácter de cosa de la obra. No hay por qué negar el carácter de cosa de la obra, pero puesto que forma parte del ser-obra de la obra, dicho carácter de cosa habrá de ser pensado a partir del carácter de obra. Si esto es así, el camino hacia la determinación de la realidad de cosa que tiene la obra no conducirá de la cosa a la obra, sino de la obra a la cosa.

La obra de arte abre a su manera el ser de lo ente. Esta apertura, es decir, este desencubrimiento, la verdad de lo ente, ocurren en la obra. En la obra de arte se ha puesto a la obra la verdad de lo ente. El arte es ese ponerse a la obra de la verdad. ¿Qué será la verdad misma, para que a veces acontezca como arte? ¿Qué es ese ponerse a la obra?



La obra y la verdad

El origen de la obra de arte es el arte. Pero ¿qué es el arte? El arte es real en la obra de arte. Por eso buscamos primero la realidad de la obra. ¿En qué consiste? Las obras de arte muestran siempre su carácter de cosa aunque sea de manera muy diferente. Hemos fracasado en el intento de captar ese carácter de cosa de la obra con ayuda de los conceptos habituales de cosa, y no sólo porque tales conceptos no capten dicho carácter, sino porque con la pregunta por la base de cosa de la obra obligamos a ésta a adentrarse en un concepto previo que nos bloquea cualquier acceso al ser-obra de la obra. No se podrá determinar nada sobre el carácter de cosa de la obra mientras no se haya mostrado claramente la pura subsistencia de la misma.

Pero ¿acaso la obra puede ser accesible en sí misma? Para que pudiera serlo, sería necesario aislarla de toda relación con aquello diferente a ella misma a fin de dejarla reposar a ella sola en sí misma. ¿Y acaso no es ésta la auténtica intención del artista? Gracias a él la obra debe abandonarse a su pura autosubsistencia. Precisamente en el gran arte, que es del único del que estamos tratando aquí, el artista queda reducido a algo indiferente frente a la obra, casi a un simple puente hacia el surgimiento de la obra que se destruye a sí mismo en la creación.

Pues bien, tenemos que las propias obras se encuentran en las colecciones y exposiciones. Pero ¿están allí como las obras que son en sí mismas o más bien como objetos de la empresa artística? En estos lugares se ponen las obras a disposición del disfrute artístico público y privado. Determinadas instituciones oficiales se encargan de su cuidado y mantenimiento. Los conocedores y críticos de arte se ocupan de ellas y las estudian. El comercio del arte provee el mercado. La investigación llevada a cabo por la historia del arte convierte las obras en objeto de una ciencia. En medio de todo este trajín, ¿pueden salir las propias obras a nuestro encuentro?

Las «esculturas de Egina» de la colección de Munich, la Antígona de Sófocles en su mejor edición crítica, han sido arrancadas fuera de su propio espacio esencial en tanto que las obras que son. Por muy elevado que siga siendo su rango y fuerte su poder de impresión, por bien conservadas y bien interpretadas que sigan estando, al desplazarlas a una colección se las ha sacado fuera de su mundo. Por otra parte, incluso cuando intentamos impedir o evitar dichos traslados yendo, por ejemplo, a contemplar el templo de Paestum a su sitio y la catedral de Bamberg en medio de su plaza, el mundo de dichas obras se ha derrumbado.

El derrumbamiento de un mundo o el traslado a otro es algo irremediable, que ya no se puede cambiar. Las obras ya no son lo que fueron. No cabe duda de que siguen siendo ellas las que contemplamos, pero es que ellas mismas son esas que han sido. Como esas que ya han sido, nos hacen frente en el ámbito de la tradición y la conservación. A partir de ese momento ya sólo pueden ser tales objetos. Ciertamente, su manera de hacernos frente es todavía consecuencia de su anterior modo de subsistencia, pero ya no es exactamente eso mismo. Eso, ha huido fuera de ellas. Toda empresa en torno al arte, hasta la más elevada, la que sólo mira por el bien de las obras, no alcanza nunca más allá del ser-objeto de las obras. Ahora bien, el ser-objeto no constituye el ser-obra de las obras.

Pero ¿acaso la obra sigue siendo obra cuando se encuentra fuera de toda relación? ¿Acaso no es propio de la obra encontrarse implicada en alguna relación? Desde luego que sí, pero falta preguntar en qué relación.

¿Cuál es el lugar propio de una obra? El único ámbito de la obra, en tanto que obra, es aquel que se abre gracias a ella misma, porque el ser-obra de la obra se hace presente en dicha apertura y sólo allí. Decíamos que en la obra está en obra el acontecimiento de la verdad. Al poner como ejemplo el cuadro de Van Gogh intentamos darle nombre a ese acontecimiento. A ese fin se planteó la pregunta sobre qué es la verdad y cómo puede acontecer la verdad.

Ahora vamos a plantear esa misma cuestión de la verdad teniendo en cuenta la obra, pero para familiarizarnos con lo que encierra la cuestión será necesario volver a hacer visible el acontecimiento de la verdad en la obra. A este propósito elegiremos con toda intención una obra que no se inscribe dentro del arte figurativo.

Un edificio, un templo griego, no copia ninguna imagen. Simplemente está ahí, se alza en medio de un escarpado valle rocoso. El edificio rodea y encierra la figura del dios y dentro de su oculto asilo deja que ésta se proyecte por todo el recinto sagrado a través del abierto peristilo. Gracias al templo, el dios se presenta en el templo. Esta presencia del dios es en sí misma la extensión y la pérdida de límites del recinto como tal recinto sagrado. Pero el templo y su recinto no se pierden flotando en lo indefinido. Por el contrario, la obra-templo es la que articula y reúne a su alrededor la unidad de todas esas vías y relaciones en las que nacimiento y muerte, desgracia y dicha, victoria y derrota, permanencia y destrucción, conquistan para el ser humano la figura de su destino. La reinante amplitud de estas relaciones abiertas es el mundo de este pueblo histórico; sólo a partir de ella y en ella vuelve a encontrarse a sí mismo para cumplir su destino.

Allí alzado, el templo reposa sobre su base rocosa. Al reposar sobre la roca, la obra extrae de ella la oscuridad encerrada en su soporte informe y no forzado a nada. Allí alzado, el edificio aguanta firmemente la tormenta que se desencadena sobre su techo y así es como hace destacar su violencia. El brillo y la luminosidad de la piedra, aparentemente una gracia del sol, son los que hacen que se torne patente la luz del día, la amplitud del cielo, la oscuridad de la noche. Su seguro alzarse es el que hace visible el invisible espacio del aire. Lo inamovible de la obra contrasta con las olas marinas y es la serenidad de aquélla la que pone en evidencia la furia de éstas. El árbol y la hierba, el águila y el toro, la serpiente y el grillo sólo adquieren de este modo su figura más destacada y aparecen como aquello que son. Esta aparición y surgimiento mismos y en su totalidad, es lo que los griegos llamaron muy tempranamente Fæsiw. La fisis ilumina al mismo tiempo aquello sobre y en lo que el ser humano funda su morada. Nosotros lo llamamos tierra. De lo que dice esta palabra hay que eliminar tanto la representación de una masa material sedimentada en capas como la puramente astronómica, que la ve como un planeta. La tierra es aquello en donde el surgimiento vuelve a dar acogida a todo lo que surge como tal. En eso que surge, la tierra se presenta como aquello que acoge.

La obra templo, ahí alzada, abre un mundo y al mismo tiempo lo vuelve a situar sobre la tierra, que sólo a partir de ese momento aparece como suelo natal. Los hombres y los animales, las plantas y las cosas, nunca se dan ni se conocen como objetos inmutables para después proporcionarle un marco adecuado a ese templo que un buen día viene a sumarse a todo lo presente. Estaremos más cerca de aquello que es si pensamos todo a la inversa, a condición, claro está, de que estemos preparados previamente para ver cómo se vuelve todo hacia nosotros de otra manera. Porque pensar desde la perspectiva inversa, sólo por hacerlo, no aporta nada.

Es el templo, por el mero hecho de alzarse ahí en permanencia, el que le da a las cosas su rostro y a los hombres la visión de sí mismos. Esta visión sólo permanece abierta mientras la obra siga siendo obra, mientras el dios no haya huido de ella. Lo mismo le ocurre a la estatua que le consagra al dios el vencedor de la lucha. No se trata de ninguna reproducción fiel que permita saber mejor cuál es el aspecto externo del dios, sino que se trata de una obra que le permite al propio dios hacerse presente y que por lo tanto es el dios mismo. Lo mismo se puede decir de la obra hecha con palabras. En la tragedia no se muestra ni se representa nada, sino que en ella se lucha la batalla de los nuevos contra los antiguos dioses. Desde el momento en que la obra de la palabra se introduce en los relatos del pueblo, ya no habla sobre dicha batalla, sino que transforma el relato del pueblo de tal manera que, desde ese momento, cada palabra esencial lucha por sí misma la batalla y decide qué es sagrado o profano, grande o pequeño, atrevido o cobarde, noble o huidizo, señor o esclavo (vid. Heráclito, frag. 53).

Entonces ¿en qué consiste el ser-obra de la obra? Sin apartar nunca nuestra mirada de lo que acabamos de indicar de manera bastante imperfecta, vamos a comenzar por aclarar un poco dos rasgos esenciales de la obra. A tal fin, partiremos de eso tan conocido que sobresale en la superficie del ser-obra, el carácter de cosa, el cual proporciona un punto de apoyo a nuestro proceder habitual respecto a la obra.

Cuando se lleva una obra a una colección o exposición también se suele decir que se instala la obra. Pero este instalar es esencialmente diferente a una instalación en el sentido de la construcción de un edificio, la erección de una estatua o la representación de una tragedia con ocasión de una fiesta. Ese instalar es erigir en el sentido de consagrar y glorificar. Instalar no significa aquí llevar simplemente a un sitio. Consagrar significa sacralizar en el sentido de que, gracias a la erección de la obra, lo sagrado se abre como sagrado y el dios es llamado a ocupar la apertura de su presencia. De la consagración forma parte la glorificación, en tanto que reconocimiento de la dignidad y el esplendor del dios. Dignidad y esplendor no son propiedades junto a las cuales o detrás de las cuales se encuentre además el dios, sino que es en la dignidad y en el esplendor donde se hace presente el dios. En los destellos de ese esplendor brilla, es decir, se aclara, aquello que antes llamamos mundo. Erigir quiere decir abrir la rectitud, en el sentido de esa medida que orienta a lo largo del trayecto y bajo cuya forma lo esencial nos da las directrices. Pero ¿por qué la instalación de la obra es un erigirse que consagra y glorifica? Porque la obra exige tal en su ser-obra. ¿Cómo es que la obra exige semejante instalación? Porque es ella misma instaladora en su ser-obra. ¿Qué instala la obra en tanto que obra? Alzándose en sí misma, la obra abre un mundo y lo mantiene en una reinante permanencia.

Ser-obra significa levantar un mundo. Pero ¿qué es eso del mundo? Ya lo indicamos al hablar del templo. Por el camino que tenemos que seguir aquí, la esencia del mundo sólo se deja insinuar. Es más, esta leve indicación se tendrá que limitar a apartar todo aquello que pudiera confundir la visión de lo esencial.

Un mundo no es una mera agrupación de cosas presentes contables o incontables, conocidas o desconocidas. Un mundo tampoco es un marco únicamente imaginario y supuesto para englobar la suma de las cosas dadas. Un mundo hace mundo y tiene más ser que todo lo aprensible y perceptible que consideramos nuestro hogar. Un mundo no es un objeto que se encuentre frente a nosotros y pueda ser contemplado. Un mundo es lo inobjetivo a lo que estamos sometidos mientras las vías del nacimiento y la muerte, la bendición y la maldición nos mantengan arrobados en el ser. Donde se toman las decisiones más esenciales de nuestra historia, que nosotros aceptamos o desechamos, que no tenemos en cuenta o que volvemos a replantear, allí, el mundo hace mundo. La piedra carece de mundo. Las plantas y animales tampoco tienen mundo, pero forman parte del velado aflujo de un entorno en el que tienen su lugar. Por el contrario, la campesina tiene un mundo, porque mora en la apertura de lo ente. Con su fiabilidad, el utensilio le proporciona a este mundo una necesidad y proximidad propias. Desde el momento en que un mundo se abre, todas las cosas reciben su parte de lentitud o de premura, de lejanía o proximidad, de amplitud o estrechez. En el hecho de hacer mundo se agrupa esa espaciosidad a partir de la cual se concede o se niega el favor protector de los dioses. Hasta la fatalidad de la ausencia del dios es una de las maneras en las que el mundo hace mundo.

Desde el momento en que una obra es una obra, le hace sitio a esa espaciosidad. Hacer sitio significa aquí liberar el espacio libre de lo abierto y disponer ese espacio libre en el conjunto de sus rasgos. Este disponer surge a la presencia a partir del citado erigir. La obra, en tanto que obra, levanta un mundo. La obra mantiene abierto lo abierto del mundo. Pero levantar un mundo es sólo uno de los rasgos esenciales del ser-obra de la obra que hay que citar aquí. El rasgo que falta por nombrar intentaremos hacerlo visible de la misma manera, a partir de lo que más sobresale en la superficie de la obra.

Cuando se lleva a cabo una obra a partir de éste o aquel material -piedra, madera, metal, color, lenguaje, sonido-, se dice también que la obra está hecha de tales materiales. Pero así como la obra exige una instalación en el sentido de un erigir consagrador y glorificador, porque el ser-obra de la obra consiste en levantar un mundo, de la misma manera resulta necesaria la elaboración, porque el propio ser-obra de la obra tiene el carácter de la elaboración. La obra, como obra, es en su esencia elaboradora. Pero ¿qué elabora la obra? Sólo lo sabremos si nos fijamos en eso sobresaliente y que comúnmente se llama elaboración de obras.

Levantar un mundo forma parte del ser-obra. ¿Cuál es, desde la perspectiva de esta determinación, la esencia de la obra que normalmente se denomina material? Debido a que se encuentra determinado por la utilidad y el provecho, el utensilio toma a su servicio aquello en lo que él consiste: la materia. A la hora de fabricar un utensilio, por ejemplo, un hacha, se usa y se gasta piedra. La piedra desaparece en la utilidad. El material se considera tanto mejor y más adecuado cuanto menos resistencia opone a sumirse en el ser-utensilio del utensilio. Por el contrario, desde el momento en que levanta un mundo, la obra-templo no permite que desaparezca el material, sino que por el contrario hace que destaque en lo abierto del mundo de la obra: la roca se pone a soportar y a reposar y así es como se torna roca; los metales se ponen a brillar y destellar, los colores a relucir, el sonido a sonar, la palabra a decir. Todo empieza a destacar desde el momento en que la obra se refugia en la masa y peso de la piedra, en la firmeza y flexibilidad de la madera, en la dureza y brillo del metal, en la luminosidad y oscuridad del color, en el timbre del sonido, en el poder nominal de la palabra.

Aquello hacía donde la obra se retira y eso que hace emerger en esa retirada, es lo que llamamos tierra. La tierra es lo que hace emerger y da refugio. La tierra es aquella no forzada, infatigable, sin obligación alguna. Sobre la tierra y en ella, el hombre histórico funda su morada en el mundo. Desde el momento en que la obra levanta un mundo, crea la tierra, esto es, la trae aquí. Debemos tomar la palabra crear en su sentido más estricto como traer aquí. La obra sostiene y lleva a la propia tierra a lo abierto de un mundo. La obra le permite a la tierra ser tierra.

Pero ¿por qué traer aquí la tierra tiene que suponer que la obra se retire dentro de ella? ¿Qué es entonces la tierra, para que acceda al desocultamiento de semejante manera? La piedra pesa y manifiesta su pesadez. Pero al confrontarnos con su peso, la pesadez se vuelve al mismo tiempo impenetrable. Si a pesar de todo partimos la roca para intentar penetrarla, veremos que sus pedazos nunca muestran algo interno y abierto, sino que la piedra se vuelve a refugiar en el acto en la misma sorda pesadez y masa de sus pedazos. Si intentamos captar la pesadez de otra manera -esto es, depositando la piedra sobre una báscula-, lo único que conseguiremos es introducirla en el mero cálculo de un peso. Esta determinación de la piedra, tal vez muy exacta, no es más que un número, mientras que el peso se nos ha hurtado. El color luce y sólo quiere lucir. Si por medio de sabias mediciones lo descomponemos en un número de vibraciones, habrá desaparecido. Sólo se muestra cuando permanece sin descubrir y sin explicar. Asimismo, la tierra hace que se rompa contra sí misma toda posible intromisión. Convierte en destrucción toda curiosa penetración calculadora. Por mucho que dicha intromisión pueda adoptar la apariencia del dominio y el progreso, bajo la forma de la objetivación técnico-científica de la naturaleza, con todo, tal dominio no es más que una impotencia del querer. La tierra sólo se muestra como ella misma, abierta en su claridad, allí donde la preservan y la guardan como ésa esencialmente indescifrable que huye ante cualquier intento de apertura; dicho de otro modo, la tierra se mantiene constantemente cerrada. Todas las cosas de la tierra, y ella misma en su totalidad, fluyen en una recíproca consonancia. Pero este fluir no es una manera de borrarse. Lo que aquí fluye es la corriente de la delimitación que reposa en sí misma y limita en su presencia a todo lo que se presenta. Así, cada una de las cosas que se cierran en sí mismas se desconocen en la misma medida. La tierra es aquello que se cierra esencialmente en sí mismo. Traer aquí la tierra significa llevarla a lo abierto, en tanto que aquello que se cierra a sí mismo.

Al retirarse ella misma a la tierra, la obra trae aquí la tierra. Pero el cerrarse de la tierra no es uniforme e inmóvil, sino que se despliega en una inagotable cantidad de maneras y formas sencillas. Es verdad que el escultor usa la piedra de la misma manera que el albañil, pero no la desgasta. En cierto modo esto sólo ocurre cuando la obra fracasa. También es verdad que el pintor usa la pintura, pero de tal manera que los colores no sólo no se desgastan, sino que gracias a él empiezan a lucir. También el poeta usa la palabra, pero no del modo que tienen que usarla los que hablan o escriben habitualmente desgastándola, sino de tal manera que gracias a él la palabra se torna verdaderamente palabra y así permanece.

En ningún lugar de la obra está presente algo semejante a un material. Hasta es dudoso si cuando determinamos esencialmente al utensilio, caracterizando como materia aquello de lo que se compone, acertamos con su esencia de utensilio.

Levantar un mundo y traer aquí la tierra son dos rasgos esenciales del ser-obra de la obra. Ambos pertenecen a la unidad del ser-obra. Nosotros buscamos dicha unidad cuando pensamos la subsistencia de la obra e intentamos decir esa cerrada quietud propia del reposar en sí mismo.

Aunque los citados rasgos esenciales tienen su parte de acierto, lo único que hemos logrado ha sido dar a conocer un acontecer de la obra, pero en absoluto su reposo. En efecto, ¿qué es el reposo, sino lo contrario del movimiento? Pero hay que tener en cuenta que no se trata de una manera de ser lo contrario que excluya al movimiento, sino que lo incluye. Sólo lo que se mueve puede alcanzar el reposo. Según sea el movimiento, así será el reposo. Cierto que en el movimiento entendido como mero cambio de lugar de un cuerpo el reposo no es más que el caso límite del movimiento, pero si el reposo incluye el movimiento también puede haber un reposo constituido por una interna agrupación de movimiento, es decir, máxima movilidad, siempre que el tipo de movimiento exija semejante reposo. El reposo de la obra que reposa en sí misma es de este tipo. Por eso, nos podremos aproximar a este reposo siempre que consigamos captar en una unidad la movilidad del acontecer en el ser-obra. Preguntaremos: ¿qué relación guarda en la propia obra levantar un mundo y traer aquí la tierra?

El mundo es la abierta apertura de las amplias vías de las decisiones simples y esenciales en el destino de un pueblo histórico. La tierra es la aparición, no obligada, de lo que siempre se cierra a sí mismo y por lo tanto acoge dentro de sí. Mundo y tierra son esencialmente diferentes entre sí y, sin embargo, nunca están separados. El mundo se funda sobre la tierra y la tierra se alza por medio del mundo. Pero la relación entre el mundo y la tierra no va a morir de ningún modo en la vacía unidad de opuestos que no tienen nada que ver entre sí. Reposando sobre la tierra, el mundo aspira a estar por encima de ella. En tanto que eso que se abre, el mundo no tolera nada cerrado, pero por su parte, en tanto que aquella que acoge y refugia, la tierra tiende a englobar al mundo y a introducirlo en su seno.

Este enfrentamiento entre el mundo y la tierra es un combate. Confundimos con demasiada ligereza la esencia del combate asimilándolo a la discordia y la riña y por lo tanto entendiéndolo únicamente como trastorno y destrucción. Sin embargo, en el combate esencial, los elementos en lucha se elevan mutuamente en la autoafirmación de su esencia. La autoafirmación de la esencia no consiste nunca en afirmarse en un estado casual, sino en abandonarse en el oculto estado originario de la procedencia del propio ser. En el combate, cada uno lleva al otro por encima de sí mismo. De este modo, el combate se torna cada vez más combativo, más propiamente eso que verdaderamente es. Cuanto más duramente se supera a sí mismo y por sí, tanto más implacablemente se abandonan los contendientes a la intimidad de un simple pertenecerse a sí mismo. Para aparecer ella misma como tierra en el libre aflujo de su cerrarse a sí misma, la tierra no puede prescindir de lo abierto del mundo. Por su parte, el mundo tampoco puede deshacerse de la tierra sí es que tiene que fundarse sobre algo decidido como reinante amplitud y vía de todo destino esencial.

Desde el momento en que la obra levanta un mundo y trae aquí la tierra, se convierte en la instigadora de ese combate. Pero esto no sucede para que la obra reduzca y apague de inmediato la lucha por medio de un insípido acuerdo, sino para que la lucha siga siendo lucha. Al levantar un mundo y traer aquí la tierra, la obra enciende esa lucha. El ser-obra de la obra consiste en la disputa del combate entre el mundo y la tierra. Es precisamente porque la lucha llega a su punto culminante en la simplicidad de la intimidad por lo que la unidad de la obra ocurre en la disputa del combate. La disputa del combate consiste en agrupar la movilidad de la obra, que se supera constantemente a sí misma. Por eso, es en la intimidad del combate donde tiene su esencia el reposo de la obra que reposa en sí misma.

Sólo podemos llegar a saber qué es lo que obra en la obra a partir de este reposo de la obra. Hasta ahora, decir que era la verdad la que operaba en la obra de arte era una afirmación preconcebida. ¿Hasta qué punto ocurre en el ser-obra de la obra, o mejor dicho ahora, hasta qué punto ocurre en la disputa del combate entre el mundo y la tierra la verdad? ¿Qué es la verdad?

La negligencia con que usamos esta palabra fundamental nos indica lo pequeño e imperfecto que es nuestro conocimiento sobre la esencia de la verdad. Cuando decimos verdad solemos referirnos a esta y aquella verdad, es decir, a algo verdadero. Un conocimiento expresado en una frase puede ser verdadero. Pero no nos limitamos a decir que una frase es verdadera, sino que también lo decimos de una cosa, del oro verdadero por oposición al oro falso. Verdadero significa en este caso lo mismo que auténtico, oro efectivamente real. ¿Qué quiere decir aquí eso de real? Para nosotros es real lo que es de verdad. Es verdadero lo que corresponde a algo real y es real lo que es de verdad. Una vez más, el círculo se ha cerrado.

¿Qué significa ‘de verdad’? La verdad es la esencia de lo verdadero. ¿En qué pensamos aquí cuando decimos esencia? Normalmente entendemos por esencia eso común en lo que coincide todo lo verdadero. La esencia se presenta en un concepto de género y generalidad que representa ese uno que vale igualmente para muchos. Pero esta esencia de igual valor (la esencialidad en el sentido de essentia) sólo es la esencia inesencial. ¿En qué consiste la esencia esencial de algo? Probablemente reside en lo que lo ente es de verdad. La verdadera esencia de una cosa se determina a partir de su verdadero ser, a partir de la verdad del correspondiente ente. Lo que ocurre es que ahora no estamos buscando la verdad de la esencia, sino la esencia de la verdad. Nos encontramos ante un curioso enredo. ¿Se trata sólo de un asunto curioso, tal vez incluso sólamente de la vacía sutileza de un juego de conceptos, o se trata por el contrario de un abismo?

Verdad significa esencia de lo verdadero. Pensamos la verdad recordando la palabra que usaban los griegos.  Al®yeia significa el desocultamiento de lo ente. Pero ¿es esto una definición de la esencia de la verdad? ¿No estaremos haciendo pasar una mera transformación en el uso de la palabra -desocultamiento en lugar de verdad- por una caracterización del asunto? En efecto, no deja de ser un simple intercambio de nombres mientras no nos enteremos de qué es lo que ha ocurrido para que haya sido necesario decir la esencia de la verdad con la palabra desocultamiento.

¿Es necesario para ello una renovación de la filosofía griega? En absoluto. Suponiendo que fuera posible semejante imposibilidad, una renovación no nos serviría de nada, porque la historia oculta de la filosofía griega consiste desde sus inicios en que no permanece conforme a la esencia de la verdad ilustrada mediante la palabra Žl®yeia y por lo tanto su saber y decir sobre la esencia de la verdad tiene que trasladarse cada vez en mayor medida a la explicación de una esencia, derivada, de la verdad. La esencia de la verdad como Žl®yeia permanece impensada tanto en el pensamiento griego como, sobre todo, en la filosofía posterior. Para el pensar, el desocultamiento es lo más oculto de la existencia griega, pero al mismo tiempo es lo que desde muy temprano determina toda la presencia de lo presente.

Pero ¿por qué no nos conformamos con la esencia de la verdad que nos resulta familiar desde hace siglos? Verdad significa hoy y desde hace tiempo concordancia del conocimiento con la cosa. Sin embargo, para que el conocer y la frase que conforma y enuncia el conocimiento puedan adecuarse a la cosa, para que la propia cosa pueda llegar a ser la que fije previamente el enunciado, dicha cosa debe mostrarse como tal. ¿Y cómo se puede mostrar si no es emergiendo ella misma de su ocultamiento, si no es situándose en lo no oculto? La proposición es verdadera en la medida en que se rige por lo que no está oculto, es decir, por lo verdadero. La verdad de la proposición es y será siempre únicamente esa corrección. Los conceptos críticos de verdad, que desde Descartes parten de la verdad como certeza, son simples transformaciones de la determinación de la verdad como corrección. Ahora bien, esta esencia de la verdad que nos resulta tan habitual y que consiste en la corrección de la representación, surge y desaparece con la verdad como desocultamiento de lo ente.

Cuando aquí y en otros lugares entendemos la verdad como desocultamiento, no nos estamos limitando a refugiarnos en una traducción más literal de una palabra griega. Estamos indagando qué elemento no conocido y no pensado puede subyacer a esa esencia de la verdad, en el sentido de corrección, que nos resulta familiar y por lo tanto está desgastada. En algunos momentos consentimos en confesar que, desde luego, a fin de demostrar y comprender lo correcto (la verdad) de un enunciado, no nos queda otro remedio que apelar a algo que ya es evidente. Este presupuesto es, en efecto, inexcusable. Mientras hablemos y opinemos así, seguiremos entendiendo la verdad únicamente como una correc­ción que, ciertamente, precisa de un presupuesto que nosotros mismos imponemos sólo Dios sabe cómo y por qué razón.

Pero no es que nosotros presupongamos el desocultamiento de lo ente, sino que éste mismo (el ser) nos instala en una esencia tal que en nuestra representación siempre permanecemos inmer­sos en el seno del desocultamiento y supeditados a él. No es sólo aquello por lo que se guía un conocimiento lo que de alguna mane­ra debe estar no oculto, sino que todo el ámbito en el que se mue­ve este «guiarse según algo», así como aquello por lo que la ade­cuación de la proposición a la cosa se torna evidente, deben tener lugar como totalidad en lo no oculto. Nosotros mismos, con todas nuestras exactas representaciones, no seríamos nada y ni siquiera podríamos presuponer que hay algo manifiesto por lo que nos guiamos, si el desocultamiento de lo ente no nos hubiera expuesto ya en ese claro en el que entra para nosotros todo ente y del que todo ente se retira.

Pero ¿cómo sucede esto? ¿Cómo ocurre la verdad en tanto que desocultamiento? Antes de contestar hay que decir con mayor claridad qué es el desocultamiento mismo.

Las cosas y los seres humanos son, los dones y los sacrificios son, los animales y las plantas son, el utensilio y la obra son. Lo ente está en el ser. Una velada fatalidad suspendida entre lo divino y lo contrario a lo divino recorre el ser. Gran parte de lo ente escapa al dominio del hombre; sólo se conoce una pequeña parte. Lo conocido es una mera aproximación y la parte dominada ni siquiera es segura. El ente nunca se encuentra en nuestro poder ni tan siquiera en nuestra capacidad de representación, tal como sería fácil imaginar. Parece que si pensamos toda esta totalidad en una unidad, podremos captar todo lo que es, aunque sea de manera bastante burda.

Y sin embargo por encima y más allá de lo ente, aunque no le­jos de él, sino ante él, ocurre otra cosa. En medio de lo ente en su totalidad se presenta un lugar abierto. Hay un claro. Pensado desde lo ente, tiene más ser que lo ente. Así pues, este centro abierto no está rodeado de ente, sino que el propio centro, el claro, rodea a todo lo ente como esa nada que apenas conocemos.

Lo ente sólo puede ser como ente cuando está dentro y fuera de lo descubierto por el claro. Este claro es el único que proporciona y asegura al hombre una vía de acceso tanto al ente que no somos nosotros mismos como al ente que somos nosotros mismos. Gracias a este claro lo ente está no oculto en una cierta y cambiante medida. Pero incluso oculto lo ente sólo puede ser en el espacio que le brinda el claro. Todo ente que se topa con nosotros y camina con nosotros mantiene este extraño antagonismo de la presencia, desde el momento en que al mismo tiempo se mantiene siempre retraído en un ocultamiento. El claro en el que se encuentra lo ente es, en sí mismo y al mismo tiempo, encubrimiento. Pero el encubrimiento reina en medio de lo ente de dos maneras.

Lo ente se niega a nosotros hasta ese punto único, y en apa­riencia mínimo, que nos encontramos particularmente cuando ya no podemos decir de lo ente más que es. El encubrimiento como negación no es sólo ni en primer lugar el límite que se le pone cada vez al conocimiento, sino el inicio del claro de lo descubierto. Pero, al mismo tiempo, dentro de lo descubierto por el claro también hay encubrimiento, aunque desde luego de otro tipo. Lo ente se desliza ante lo ente, de tal manera que el uno oculta con su velo al otro, que éste oscurece a aquél, que lo poco tapa a lo mucho, que lo singular niega el todo. Aquí, el encubrir no es un simple negar: lo ente aparece, pero se muestra como algo diferente de lo que es.

Este encubrir es un modo de disimular. Si lo ente no disimulara a lo ente no podríamos errar ni equivocarnos en lo relativo a él, no podríamos desorientarnos y perdernos y, por consiguiente, nunca nos equivocaríamos de medida. El hecho de que lo ente pueda engañarnos como apariencia es la condición para que nosotros podamos equivocarnos y no a la inversa.

El encubrimiento puede ser una negación o una mera disimulación. Nunca tenemos la certeza directa de que sea lo uno o lo otro. El encubrimiento se encubre y disimula a sí mismo. Esto quiere decir que el lugar abierto en medio de lo ente, el claro, no es nunca un escenario rígido con el telón siempre levantado en el que se escenifique el juego de lo ente. Antes bien, el claro sólo acontece como ese doble encubrimiento. El desocultamiento de lo ente no es nunca un estado simplemente dado, sino un acontecimiento. El desocultamiento (la verdad) no es ni una propiedad de las cosas en el sentido de lo ente ni una propiedad de las proposiciones.

En el ámbito más próximo de lo ente nos creemos en casa. Lo ente es familiar, seguro, inspira confianza. Pero sin embargo hay un constante encubrimiento que recorre el claro bajo la doble forma de la negación y el disimulo. Lo seguro en el fondo no es seguro, sino algo completamente inseguro. La esencia de la verdad, esto es, la esencia del desocultamiento está completamente dominada por una abstención. Ahora bien, esta abstención no es un defecto ni un fallo, como si la verdad fuera un vano desocultamiento que se hubiera desprendido de todo lo oculto. Si pudiera ser eso, la verdad dejaría de ser ella misma. A la esencia de la verdad en tanto que esencia del desocultamiento le pertenece necesariamente esta abstención según el modo de un doble encubrimiento. La verdad es en su esencia no-verdad. Decimos esto así para mostrar de un modo tajante, y tal vez algo chocante, que la abstención bajo el modo del encubrimiento forma parte del desocultamiento como claro. Por el contrario, el enunciado que reza: la esencia de la verdad es la no-verdad, no quiere decir que la verdad sea en el fondo falsedad. Asimismo, tampoco quiere decir que la verdad nunca sea ella misma, sino que, en una representación dialéctica, siempre es también su contrario.

La verdad se presenta como ella misma en la medida en que la abstención encubridora es la que, como negación, le atribuye a todo claro su origen permanente, pero como disimulo, le atribuye a todo claro el incesante rigor de la equivocación. Con la abstención encubridora se pretende nombrar a esa contrariedad que se encuentra en la esencia de la verdad y que, dentro de ella, reside entre el claro y el encubrimiento. Se trata del enfrentamiento de la lucha originaria. La esencia de la verdad es, en sí misma, el combate primigenio en el que se disputa ese centro abierto en el que se adentra lo ente y del que vuelve a salir para refugiarse dentro de sí mismo.

Ese espacio abierto acontece en medio de lo ente. Muestra un rasgo esencial que ya nombramos. A lo abierto le pertenece un mundo y la tierra. Pero el mundo no es simplemente ese espacio abierto que corresponde al claro, ni la tierra es eso cerrado que corresponde al encubrimiento. Antes bien, el mundo es el claro de las vías de las directrices esenciales a las que se ajusta todo decidir. Pero cada decisión se funda sobre un elemento no dominado, oculto, desorientador, pues de lo contrario no sería nunca tal decisión. La tierra no es simplemente lo cerrado, sino aquello que se abre como elemento que se cierra a sí mismo. Mundo y tierra son en sí mismos, según su esencia, combatientes y combativos. Sólo como tales entran en la lucha del claro y el encubrimiento.

La tierra sólo se alza a través del mundo, el mundo sólo se funda sobre la tierra, en la medida en que la verdad acontece como lucha primigenia entre el claro y el encubrimiento. Pero ¿cómo acontece la verdad? Nuestra respuesta es que acontece en unos pocos modos esenciales. Uno de estos modos es el ser-obra de la obra. Levantar un mundo y traer aquí la tierra supone la disputa de ese combate -que es la obra- en el que se lucha para conquistar el desocultamiento de lo ente en su totalidad, esto es, la verdad.

En ese alzarse ahí del templo acontece la verdad. Esto no quiere decir que el templo presente y reproduzca algo de manera exacta, sino que lo ente en su totalidad es llevado al desocultamiento y mantenido en él. El sentido originario de mantener es guardar. En la pintura de Van Gogh acontece la verdad. Esto no quiere decir que en ella se haya reproducido algo dado de manera exacta, sino que en el proceso de manifestación del ser-utensilio del utensilio llamado bota, lo ente en su totalidad, el mundo y la tierra en su juego recíproco, alcanzan el desocultamiento.

En la obra la que obra es la verdad, es decir, no sólo algo verdadero. El cuadro que muestra el par de botas labriegas, el poema que dice la fuente romana, no sólo revelan qué es ese ente aislado en cuanto tal -suponiendo que revelen algo-, sino que dejan acontecer al desocultamiento en cuanto tal en relación con lo ente en su totalidad. Cuanto más sencilla y esencialmente aparezca sola en su esencia la pareja de botas y cuanto menos adornada y más pura aparezca sola en su esencia la fuente, tanto más inmediata y fácilmente alcanzará con ellas más ser todo lo ente. Así es como se descubre el ser que se encubre a sí mismo. La luz así configurada dispone la brillante aparición del ser en la obra. La brillante aparición dispuesta en la obra es lo bello. La belleza es uno de los modos de presentarse la verdad como desocultamiento.

Ahora ya hemos captado con mayor claridad la esencia de la verdad a algunos respectos. Si esto es así, debería estar más claro qué es lo que obra en la obra, pero ocurre que el ser-obra de la obra visible en estos momentos todavía no nos dice nada sobre la realidad más próxima e imperiosa de la obra, sobre el carácter de cosa de la obra. Casi parece como si con la intención exclusiva de captar de la manera más pura posible la subsistencia de la obra hubiéramos olvidado por completo el hecho de que una obra es siempre una obra, es decir, algo efectuado. Si hay algo que distingue a la obra en cuanto obra es, desde luego, el hecho de que la obra ha sido creada. Desde el momento en que la obra es creada y el crear precisa de un medio a partir del cual y en el cual éste crea, también el carácter de cosa entra a formar parte de la obra. Esto es indiscutible, pero todavía sigue abierta la pregunta de cómo entra a formar parte de la obra el hecho de ser algo creado, su ser-creación. Esto sólo puede aclararse analizando dos cuestiones:



1. ¿Qué quiere decir aquí ser-creación y crear a diferencia de fabricar y ser algo fabricado?

2. ¿Cuál es la esencia más íntima de la propia obra, aquella única esencia a partir de la cual es posible sopesar hasta qué punto el ser-creación le pertenece y en qué medida es lo que determina el ser-obra de la obra?



Aquí, crear siempre se ha pensado en relación con la obra. El acontecimiento de la verdad forma parte de la esencia de la obra. La esencia del crear la determinamos por adelantando a partir de su relación con la esencia de la verdad como desocultamiento de lo ente. La pertenencia del ser-creación a la obra sólo puede salir a la luz aclarando la esencia de la verdad de modo aún más originario. Vuelve a replantearse la pregunta por la verdad y su esencia.

Tenemos que replantear esa pregunta si queremos que la frase que dice que es la verdad la que obra en la obra no sea una mera afirmación gratuita.

En realidad es sólo ahora cuando debemos plantearla de manera más esencial: ¿en qué medida se encuentra en la esencia de la verdad una tendencia hacia algo como la obra? ¿Qué esencia tiene la verdad para que pueda ponerse a la obra o incluso, bajo determinadas condiciones, tenga que ponerse a la obra a fin de ser como verdad? Pues bien, este ponerse a la obra de la verdad lo determinamos como la esencia del arte, de modo que nuestra última pregunta reza así:



Qué tiene que ser la verdad, para que pueda acontecer o incluso tenga que acontecer como arte? ¿En qué medida hay arte?



La verdad y el arte

El origen de la obra de arte y del artista es el arte. El origen es la procedencia de la esencia, en donde surge a la presencia el ser de un ente. ¿Qué es el arte? Buscamos su esencia en la obra efectivamente real. La realidad de la obra ha sido determinada a partir de aquello que obra en la obra, a partir del acontecimiento de la verdad. Pensamos este acontecimiento como la disputa del combate entre el mundo y la tierra. En la dinámica de esta lucha está presente el reposo. Aquí es donde se funda el reposo de la obra en sí misma.

En la obra obra el acontecimiento de la verdad. Pero lo que obra en la obra está, por lo tanto, en la obra. Por consiguiente, aquí ya se presupone la obra efectivamente real como soporte del acontecimiento. De inmediato resurge ante nosotros la pregunta por aquel carácter de cosa de la obra dada. Y así, hay algo que por fin queda claro: por mucho y muy insistentemente que nos preguntemos por la subsistencia de la obra, nunca daremos plenamente con su realidad efectiva mientras no nos decidamos a tomar la obra como algo efectuado. Lo más normal es tomarla así, porque en la palabra obra resuena ya el término ‘efectuado’. El carácter de obra de la obra reside en el hecho de haber sido creada por un artista. Puede parecer extraño que hayamos esperado hasta ahora para dar esta definición de la obra, que además de aclarar todo es la más lógica.

Pero, manifiestamente, el ser-creación de la obra sólo se puede entender desde el proceso del crear. Y así, por la fuerza de las cosas, nos vemos obligados a introducirnos en la actividad del artista para dar con el origen de la obra de arte. El intento de determinar el ser-obra de la obra única y exclusivamente a partir de ella misma, ha demostrado ser irrealizable.

Aunque ahora dejemos a un lado la obra e indaguemos en la esencia del crear, no por ello debemos olvidar lo que dijimos anteriormente sobre el cuadro de las botas labriegas o el templo griego.

Pensamos el crear como un producir o traer delante. Pero también la fabricación de un utensilio es una producción, una manera de traer algo delante. Es verdad -¡curiosa paradoja del lenguaje!- que el trabajo artesano no crea obras ni siquiera cuando distinguimos entre el producto verdaderamente artesano y el objeto de fábrica. Pero entonces ¿en qué se diferencia el traer delante que es creación del traer delante que es fabricación? Resulta tan fácil distinguir con palabras entre la creación de obras y la fabricación de utensilios, como difícil seguir ambas maneras de traer algo delante en sus respectivos rasgos esenciales. En apariencia, la actividad del alfarero y el escultor, la del ebanista y el pintor siguen un comportamiento idéntico. La creación de obras exige de por sí el quehacer artesano. Lo que más estiman los grandes artistas es la capacidad artesanal. Son los primeros que exigen su cuidado a partir de una total maestría. Ellos, más que nadie, son los que se esfuerzan por formarse cada día más a fondo en el oficio. Ya se ha dicho repetidas veces que los griegos, que algo entendían de obras de arte, usaban la misma palabra, t¡xnh, para designar un oficio artesano y el arte y que nombraban al artesano y al artista con el mismo nombre, t¡xnÛthw.

Por eso, parece aconsejable determinar la esencia del crear desde su lado artesanal. Pero la mención al uso que hacían los griegos de estas palabras, un uso que pone de manifiesto su experiencia del asunto, nos debe haber dejado meditabundos. Por habitual y esclarecedora que pueda ser la alusión a la forma en que los griegos designaban habitualmente los oficios artesanos y el arte utilizando la misma palabra, t¡xnh, no deja de ser superficial y hasta errada, porque t¡xnh no significa ni oficio manual ni arte y mucho menos lo técnico en sentido actual, puesto que no significa nunca ningún tipo de realización práctica.

La palabra t¡xnh nombra más bien un modo de saber. Saber significa haber visto, en el sentido más amplio de ver, que quiere decir captar lo presente como tal. Según el pensamiento griego, la esencia del saber reside en la Žl®yeia, es decir, en el desencubrimiento de lo ente. Ella es la que sostiene y guía toda relación con lo ente. Así pues, como saber experimentado de los griegos, la t¡xnh es una manera de traer delante lo ente, en la medida en que saca a lo presente como tal fuera del ocultamiento y lo conduce dentro del desocultamiento de su aspecto; t¡xnh nunca significa la actividad de un hacer.

El artista no es precisamente un t¡xnÛthw porque también sea un artesano, sino porque tanto el hecho de producir o traer aquí obras como el de producir o traer aquí utensilios acontece en ese traer algo delante que, de antemano, hace que llegue lo ente a su presencia a partir de su aspecto. Pero todo esto ocurre en medio de lo ente, que sale a la luz y se genera espontáneamente en medio de la fæsiw. El hecho de llamar t¡xnh al arte no es ninguna prueba a favor de que el quehacer del artista sea comprendido a partir del trabajo manual. Lo que dentro de la creación de obras tiene aspecto de fabricación artesana tiene otra naturaleza. Este quehacer está completamente determinado por la esencia del crear y siempre se inscribe en ella.

Pero entonces, ¿qué hilo conductor podremos seguir para pensar la esencia del crear si no es el del oficio manual? ¿Cómo pensarla si no es contemplando aquello que hay que crear, la obra? A pesar de que la obra sólo se torna efectivamente real en el proceso de creación y por lo mismo depende de dicho proceso en su realidad efectiva, la esencia del crear está determinada por la esencia de la obra. Aunque el ser-creación de la obra tenga una relación con el crear, tanto el ser-creación como el crear deben determinarse a partir del ser-obra de la obra. Ahora ya no nos asombraremos por haber tratado primero durante tanto tiempo únicamente de la obra sin detenernos a analizar el ser-creación hasta el último momento. Si el ser-creación forma parte de la obra de manera tan esencial como resuena en la propia palabra obra, tendremos que procurar comprender más esencialmente lo que se ha podido determinar hasta ahora como ser-obra de la obra.

Teniendo en cuenta la delimitación recién alcanzada de la esencia de la obra, según la cual en la obra está en obra el acontecimiento de la verdad, podemos caracterizar el crear como ese dejar que algo emerja convirtiéndose en algo traído delante, producido. El llegar a ser obra de la obra es una manera de devenir y acontecer de la verdad. En la esencia de la verdad reside todo. Pero ¿qué es la verdad para tener que acontecer en algo creado? ¿Hasta qué punto tiene la verdad una tendencia hacia la obra en el fondo de su esencia? ¿Se puede comprender esto a partir de la esencia de la verdad tal como ha sido aclarada hasta ahora?

La verdad es no-verdad, en la medida en que le pertenece el ámbito de procedencia de lo aún-no(des-)desocultado en el sentido del encubrimiento. En el des-ocultamiento como verdad está presente al mismo tiempo el otro «des» de una segunda negación o restricción. La verdad se presenta como tal en la oposición del claro y el doble encubrimiento. La verdad es el combate primigenio en el que se disputa, en cada caso de una manera, ese espacio abierto en el que se adentra y desde el que se retira todo lo que se muestra y retrae como ente. Sea cual sea el cuándo y el cómo se desencadena y ocurre este combate, lo cierto es que gracias a él ambos contendientes, el claro y el encubrimiento, se distinguen y separan.

Así es como se disputa el espacio abierto donde tiene lugar la lucha. La apertura de este espacio abierto, esto es, la verdad, sólo puede ser lo que es, concretamente esta apertura, si ella misma se establece y mientras se mantenga instalada en su espacio abierto. Es por eso por lo que en dicho espacio abierto debe haber siempre y en cada caso un ente en el que la apertura gane su firmeza y estabilidad. Desde el momento en que la apertura ocupa el espacio abierto, lo mantiene abierto y dispuesto. Disponer y ocupar se han pensado siempre aquí a partir del sentido griego de la y¡siw, que significa poner en lo no oculto.

Cuando alude a ese establecerse de la apertura en el espacio abierto, el pensar toca una región que no podemos detenernos a explicar todavía. Diremos simplemente que si la esencia del des-ocultamiento de lo ente pertenece de alguna manera al propio ser (vid. «Ser y Tiempo», parágrafo 44), es éste, a partir de su esencia, el que permite que se produzca el espacio de juego de la apertura (el claro del aquí) y lo lleva como tal a todo lugar en el que un ente sale a la luz a su manera.

La verdad acontece de un único modo: estableciéndose en ese combate y espacio de juego que se abren gracias a ella misma. En efecto, puesto que la verdad es la oposición alterna del claro y el encubrimiento, le pertenece aquello que aquí hemos dado en llamar su establecimiento. Pero la verdad no está ya presente de antemano en algún lugar de las estrellas para venir después a instalarse en algún lugar de lo ente. Esto es imposible, aunque sólo sea porque es la apertura de lo ente la primera que concede la posibilidad de que aparezca ese lugar cualquiera, ese lugar lleno de presencia. El claro de la apertura y el establecimiento en el espacio abierto son inseparables, se pertenecen mutuamente. Son la misma y única esencia del acontecimiento de la verdad. Tal acontecimiento es histórico de muchas maneras.

Una de las maneras esenciales en que la verdad se establece en ese ente abierto gracias a ella, es su ponerse a la obra. Otra manera de presentarse la verdad es la acción que funda un Estado. Otra forma en la que la verdad sale a la luz es la proximidad de aquello que ya no es absolutamente un ente, sino lo más ente de lo ente. Otro modo de fundarse la verdad es el sacrificio esencial. Finalmente, otra de las maneras de llegar a ser de la verdad es el cuestionar del pensador, que nombra el pensar del ser como tal en su cuestionabilidad, o lo que es lo mismo, como digno de ser cuestionado. Frente a esto, la ciencia no es ningún tipo de acontecimiento originario de la verdad, sino siempre la construcción de un ámbito de la verdad, ya abierto, por medio de la fundamentación y la aprehensión de aquello que se muestra exacto dentro de su círculo de un modo posible y necesario. Cuando y en la medida en que una ciencia va más allá de lo exacto para alcanzar una verdad, esto es, un desvelamiento esencial de lo ente en cuanto tal, dicha ciencia es filosofía.

Como forma parte de la esencia de la verdad tener que establecerse en lo ente a fin de poder llegar a ser verdad, por eso, en la esencia de la verdad reside una tendencia hacia la obra que le ofrece a la verdad la extraordinaria posibilidad de ser ella misma en medio de lo ente.

El establecimiento de la verdad en la obra es un modo de traer delante eso ente que antes no era todavía y después no volverá a ser nunca. Este traer delante sitúa a eso ente en lo abierto de manera tal que aquello que tiene que ser traído delante sea precisamente lo que aclare la apertura de eso abierto en lo que aparece. Allí donde dicho traer delante trae expresamente la apertura de lo ente, es decir, la verdad, lo traído delante será una obra. Semejante modo de traer delante es el crear. En tanto que un modo de traer, es más bien un recibir y tomar dentro de la relación con el desocultamiento. Si esto es así, ¿en qué consiste el ser-creación? Lo aclararemos a través de dos determinaciones esenciales.

La verdad se establece en la obra. La verdad sólo se presenta como el combate entre el claro y el encubrimiento en la oposición alternante entre mundo y tierra. La verdad, en tanto que dicho combate entre mundo y tierra, quiere establecerse en la obra. El combate no debe ser apagado ni concluido en un ente traído delante propiamente para este fin, sino que debe abrirse a partir de este ente. Siendo esto así, dicho ente debe albergar en su seno los rasgos esenciales del combate. En el combate se conquista la unidad de mundo y tierra. Al abrirse, un mundo le ofrece a una humanidad histórica la decisión sobre victoria y derrota, bendición y maldición, señorío y esclavitud. El mundo en eclosión trae a primer plano lo aún no decidido, lo que aún carece de medida y, de este modo, abre la oculta necesidad de medida y decisión.

Pero desde el momento en que un mundo se abre, la tierra comienza a alzarse. Se muestra como aquella que todo lo soporta, como aquella que se esconde en su ley y se cierra constantemente a sí misma. El mundo exige su decisión y su medida y hace que lo ente alcance el espacio abierto de sus vías. Mientras soporta y se alza la tierra aspira a mantenerse cerrada confiándole todo a su ley. El combate no es un rasgo en el sentido de una desgarradura, de una mera grieta que se rasga, sino que es la intimidad de la mutua pertenencia de los contendientes. Este rasgo separa a los contrincantes llevándolos hacia el origen de su unidad a partir del fundamento común. Es el rasgo o plano fundamental. Es el rasgo o perfil que dibuja los trazos fundamentales de la eclosión del claro de lo ente. Este rasgo no rasga o separa en dos a los contrincantes, sino que lleva la contraposición de medida y límite a un rasgo o contorno único.

La verdad como combate sólo se establece en un ente que hay que traer delante de tal manera que la lucha se abra en ese ente, esto es, que el propio ente sea conducido al rasgo. El rasgo bosqueja en una unidad todos los rasgos: el perfil y el plano fundamental, el corte y el contorno. La verdad se establece en lo ente, pero de un modo tal, que es el propio ente el que ocupa el espacio abierto de la verdad. Ahora bien, esta ocupación sólo puede ocurrir de tal manera que aquello que ha de ser traído delante, el rasgo, se confíe a eso que se cierra a sí mismo y se alza en lo abierto. El rasgo debe retirarse de nuevo a la persistente pesadez de la piedra, la callada dureza de la madera, el oscuro brillo de los colores. Sólo en la medida en que la tierra vuelve a albergar dentro de sí al rasgo, es traído éste a lo abierto, es situado, es decir, puesto, en aquello que se alza en lo abierto en tanto que aquello que se cierra a sí mismo y resguarda.

El combate llevado al rasgo, restituido de esta manera a la tierra y, con ello, fijado en ella, es la figura. El ser-creación de la obra significa la fijación de la verdad en la figura. Ella es el entramado por el que se ordena el rasgo. El rasgo así entramado es la disposición del aparecer de la verdad. Lo que aquí recibe el nombre de figura debe ser pensado siempre a partir de aquel situar y aquella com-posición, bajo cuya forma se presenta la obra en la medida en que se erige y se trae aquí a sí misma.

En la creación de la obra, debe restituirse a la tierra el combate como rasgo y la propia tierra debe ser traída a la presencia y ser usada como aquella que se cierra a sí misma. Este uso no desgasta ni malgasta la tierra como un material, sino que, por el contrario, es el que la libera para ella misma. Este uso de la tierra es un obrar con ella que parece una utilización artesanal del material. De ahí la apariencia de que la creación de obras es también una actividad artesana, cosa que no es jamás. Pero la fijación de la verdad en su figura sigue teniendo siempre algo de uso de la tierra. Por el contrario, la fabricación de utensilios no es nunca inmediatamente la realización del acontecimiento de la verdad. Que un utensilio esté terminado significa que está conformado un material como algo preparado para el uso. Que el utensilio esté terminado significa que es abandonado a su utilidad pasando por encima de sí mismo.

No ocurre lo mismo con el ser-creación de la obra. Esta afirmación quedará muy clara a través de la segunda característica que ahora señalaremos.

Que el utensilio esté terminado y la obra haya sido creada coinciden en el hecho de que en ambos casos algo ha sido traído delante o producido. Pero el que la obra haya sido creada, esto es, su ser-creación, se distingue frente a cualquier otra manera de traer delante o producir por ser algo creado dentro de lo creado. Pero ¿no se aplica también esto a cualquier elemento traído delante y que ha llegado a ser de algún modo? Sin duda, todo elemento traído delante está dotado de ese haber sido traído delante, si es que se le ha dotado de alguna manera. Pero en la obra, el ser-creación ha sido creado expresamente dentro de lo creado, de tal manera, que lo traído delante de este modo se alza y destaca de una forma particular a partir de él. Si esto es así, también podremos llegar a conocer expresamente el ser-creación en la obra misma.

Que el ser-creación sobresalga respecto a la obra no significa que deba advertirse que la obra ha sido hecha por un gran artista. Lo creado no tiene que servir para dar testimonio de la capacidad de un maestro y lograr su público reconocimiento. No es el N.N. fecit lo que se debe dar a conocer, sino que el simple «factum est» de la obra debe ser mantenido en lo abierto. Lo que se debe dar a conocer es que aquí ha acontecido el desocultamiento de lo ente y que en su calidad de eso acontecido sigue aconteciendo por primera vez; que dicha obra es en lugar, más bien, de no ser. El impulso que emerge de la obra haciéndola destacar como tal obra y lo incesante de ese imperceptible destacar, es lo que constituye la perdurabilidad del reposar en sí misma de la obra. Es precisamente donde el artista y el proceso y circunstancias de surgimiento de la obra no llegan a ser conocidos, donde sobresale del modo más puro ese impulso que hace destacar a la obra, este «que es» de su ser-creación.

Es verdad «que» el hecho de haber sido fabricado es algo que también forma parte de todo utensilio disponible y en uso. Pero en lugar de aparecer en el utensilio, este «que» desaparece en la utilidad. Cuanto más manejable resulta un utensilio tanto menos llama la atención, como le ocurre por ejemplo al martillo, y tanto más exclusivamente se mantiene dicho utensilio en el ámbito de su ser-utensilio. En realidad, podemos observar que todo lo dado es, pero se trata de una simple observación superficial que inmediatamente se olvida como ocurre con todo lo que es habitual. ¿Y qué más habitual que esto: que lo ente es? Por el contrario, en la obra lo extraordinario es precisamente que sea como tal. Ese acontecimiento que consiste en que la obra haya sido creada no se limita a seguir vibrando en la obra, sino que es el mismo acontecimiento de que la obra sea como tal obra el que proyecta a ésta ante sí misma y la mantiene proyectada en torno a sí. Cuanto más esencialmente se abre la obra, tanto más sale a la luz la singularidad de que la obra sea en lugar, más bien, de no ser. Cuanto más esencialmente sale a lo abierto este impulso que emerge de la obra haciéndola destacar, tanto más extraña y aislada se torna la obra.

En el traer delante de la obra reside ese ofrecimiento que consiste en «que sea».

La pregunta por el ser-creación de la obra debería aproximarnos al carácter de obra de la obra y con ello a su realidad efectiva. El ser-creación se ha desvelado como esa fijación del combate en la figura por medio del rasgo. Por otra parte, el propio ser-creación ha sido expresamente creado dentro de la obra y se encuentra en lo abierto como el callado impulso -que hace destacar a la obra- del «que». Pero la realidad efectiva de la obra tampoco se agota en el hecho de haber sido creada. Por el contrario, la contemplación de la esencia de su ser-creación nos capacita para consumar ese paso al que tendía todo lo dicho hasta ahora.

Cuanto más solitaria se mantiene la obra dentro de sí, fijada en la figura, cuanto más puramente parece cortar todos los vínculos con los hombres, tanto más fácilmente sale a lo abierto ese impulso -que hace destacar a la obra- de que dicha obra sea, tanto más esencialmente emerge lo inseguro y desaparece lo que hasta ahora parecía seguro. Pero este proceso no entraña ninguna violencia, porque cuanto más puramente se queda retirada la obra dentro de la apertura de lo ente abierta por ella misma, tanto más fácilmente nos adentra a nosotros en esa apertura y, por consiguiente, nos empuja al mismo tiempo fuera de lo habitual. Seguir estos desplazamientos significa transformar las relaciones habituales con el mundo y la tierra y a partir de ese momento contener el hacer y apreciar, el conocer y contemplar corrientes a fin de demorarnos en la verdad que acontece en la obra. Detenerse en esta demora es lo que permite que lo creado sea la obra que es. Dejar que la obra sea una obra, es lo que denominamos el cuidado por la obra. Es sólo por mor de ese cuidado por lo que la obra se da en su ser-creación como aquello efectivamente real, o, tal como podemos decir mejor ahora, como aquello que está presente con carácter de obra.

En la misma medida en que una obra no puede ser sin haber sido creada, pues tiene una necesidad esencial de creadores, tampoco lo creado mismo puede seguir siendo sin sus cuidadores.

Pero cuando una obra no encuentra cuidadores o no los encuentra inmediatamente tales que correspondan a la verdad que acontece en la obra, esto no significa en absoluto que la obra pueda ser también obra sin los cuidadores. En efecto, si realmente es una obra, siempre guarda relación con los cuidadores, incluso o precisamente cuando sólo espera por dichos cuidadores para solicitar y aguardar la entrada de estos mismos en su verdad. El propio olvido en que puede caer la obra no se puede decir que no sea nada; es todavía un modo de cuidar. Se alimenta de la obra. Cuidar la obra significa mantenerse en el interior de la apertura de lo ente acaecida en la obra. Ahora bien, ese mantener en el interior del cuidado es un saber. Efectivamente, saber no consiste sólo en un mero conocer o representarse algo. El que sabe verdaderamente lo ente, sabe lo que quiere en medio de lo ente.

El querer aquí citado, que ni aplica un saber ni lo decide previamente, ha sido pensado a partir de la experiencia fundamental del pensar en «Ser y Tiempo». El saber que permanece un querer y el querer que permanece un saber, es el sumirse extático del hombre existente en el desocultamiento del ser. La resolución pensada en «Ser y Tiempo» no es la acción deliberada de un sujeto, sino la liberación del Dasein fuera de su aprisionamiento en lo ente para llevarlo a la apertura del ser. Pero en la existencia el ser humano no sale de un interior hacia un exterior, sino que la esencia de la existencia consiste en estar dentro estando fuera, acontecimiento que ocurre en la escisión esencial del claro de lo ente. Ni en el caso del crear anteriormente citado ni en el del querer del que hablamos ahora, pensamos en la actividad y en la acción de un sujeto que se plantea a sí mismo como meta y aspira a ella.

Querer es la lúcida resolución de un ir más allá de sí mismo en la existencia que se expone a la apertura de lo ente que aparece en la obra. Así es como se encamina lo que está dentro hacia la ley. El cuidado por la obra es, como saber, el lúcido internarse en lo inseguro de la verdad que acontece en la obra.

Este saber, que como querer habita familiarmente en la verdad de la obra y sólo de este modo sigue siendo un saber, no saca a la obra fuera de su subsistencia, no la arrastra al círculo de la mera vivencia ni la rebaja al papel de una mera provocadora de vivencias. El cuidado por la obra no aísla a los hombres en sus vivencias, sino que los adentra en la pertenencia a la verdad que acontece en la obra y, de este modo, funda el ser para los otros y con los otros como exposición histórica del ser-ahí a partir de su relación con el desocultamiento. Finalmente, el conocer al modo del cuidado está lejos de ese conocimiento guiado exclusivamente por el mero gusto por lo formal de la obra, sus cualidades y encantos en sí. Saber en tanto que haber-visto es estar decidido; es estar dentro en el combate dispuesto por la obra en el rasgo.

La única que crea y muestra previamente cuál es la correcta manera de cuidar la obra es la propia obra. El cuidado ocurre en diferentes grados del saber, cada uno de los cuales tiene diferente alcance, consistencia y claridad. Cuando se ofrecen las obras a un mero deleite artístico no por eso se demuestra que estén cuidadas como obras.

En cuanto el impulso que hace destacar a la obra, dirigido hacia lo inseguro, queda atrapado en lo corriente y ya conocido, se puede decir que ha comenzado la empresa artística en torno a las obras. Ni la más cuidadosa transmisión de obras, ni los ensayos científicos para recuperarlas, consiguen alcanzar ya nunca el propio ser-obra de la obra, sino un simple recuerdo del mismo. Pero también este recuerdo puede ofrecerle todavía a la obra un lugar desde el que puede seguir contribuyendo a configurar la historia. Por el contrario, la realidad efectiva más propia de la obra sólo es fecunda allí donde la obra es cuidada en la verdad que acontece gracias a ella.

La realidad efectiva de la obra se determina en sus rasgos esenciales a partir de la esencia del ser-obra. Ahora podemos retomar de nuevo la pregunta que introdujo estas cuestiones: ¿qué ocurre con ese carácter de cosa de la obra, que debe ser garantía de su inmediata realidad efectiva? Ocurre que ya no nos planteamos la pregunta por el carácter de cosa de la obra, pues, mientras sigamos planteándola, estaremos tomando inmediata y definitivamente por adelantado la obra como un objeto dado. De esta manera nunca preguntaremos a partir de la obra, sino a partir de nosotros mismos. A partir de nosotros, que no le dejamos a la obra ser una obra, sino que tendemos a representárnosla como un objeto que debe provocar en nosotros determinados estados.

Sin embargo, en el sentido de los conceptos habituales de cosa, lo que verdaderamente presenta carácter de cosa en la obra tomada como objeto, es -entendido desde la obra- el carácter terrestre de la misma. La tierra se alza en la obra porque la obra como tal se presenta allí, donde obra la verdad, y porque la verdad sólo se presenta estableciéndose en un ente. Pues bien, es en la tierra, como aquella que se cierra esencialmente a sí misma, en donde la apertura del espacio abierto encuentra su mayor resistencia y, por lo mismo, el lugar de su estancia constante en la que debe fijarse la figura.

Siendo esto así, ¿estaba de más intentar resolver la pregunta por el carácter de cosa de la cosa? En absoluto. Es verdad que el carácter de obra no puede determinarse a partir del carácter de cosa, pero a partir del saber sobre el carácter de obra de la obra puede introducirse por buen camino la pregunta por el carácter de cosa de la cosa. Esto no es poco si recordamos cómo desde la Antigüedad el habitual modo de pensar ha atropellado el carácter de cosa de la cosa y le ha dado la supremacía a una interpretación de lo ente en su totalidad que es incapaz de comprender la esencia del utensilio y de la obra y que además nos ha cegado para la visión de la esencia originaria de la verdad.

Para la determinación de la coseidad de la cosa no basta tener en cuenta el soporte de las propiedades ni la multiplicidad de los datos sensibles en su unidad, así como tampoco el entramado materia-forma que se representa para sí y se deriva del carácter de utensilio. Esa mirada que puede darle peso y medida a la interpretación del carácter de cosa de las cosas debe adentrarse en la pertenencia de las cosas a la tierra. Pero la esencia de la tierra, como aquella que no está obligada a nada, es soporte de todo y se cierra a sí misma, sólo se desvela cuando se alza en un mundo dentro de la oposición recíproca de ambos. Este combate queda fijado en la figura de la obra y se manifiesta gracias a ella. Lo que es válido para el utensilio -que sólo comprendamos propiamente el carácter de utensilio del utensilio a través de la obra-, también vale para el carácter de cosa de la cosa. Que no tengamos un saber inmediato del carácter de cosa, o al menos sólo uno muy impreciso, motivo por el que precisamos de la obra, es algo que nos demuestra que en el ser-obra de la obra está en obra el acontecimiento de la verdad, la apertura de lo ente.

Pero -podríamos aducir finalmente- ¿acaso antes de ser creada y para serlo la obra no debe por su parte verse puesta en relación con las cosas de la tierra, con la naturaleza, si es que debe empujar correctamente el carácter de cosa hacia lo abierto? Pues bien, alguien que sin duda lo sabía, Alberto Durero, pronunció esta conocida frase: «Pues, verdaderamente, el arte está dentro de la naturaleza y el que pueda arrancarlo fuera de ella, lo poseerá».

Arrancar significa aquí extraer el rasgo y trazarlo con la plumilla en el tablero de dibujo. Pero enseguida surge la pregunta contraria: ¿cómo vamos a extraer el rasgo, a arrancarlo, si el proyecto creador no lo lleva previamente a lo abierto en tanto que rasgo, es decir, si no lo lleva en tanto que combate entre la medida y la desmesura? No cabe duda de que en la naturaleza se esconde un rasgo, una medida, unos límites y una posibilidad de traer algo delante ligada a ellos: el arte. Pero tampoco cabe duda de que tal arte sólo se manifiesta en la naturaleza gracias a la obra, porque originariamente reside en la obra.

Los esfuerzos por alcanzar la realidad efectiva de la obra deben preparar el terreno para que podamos encontrar el arte y su esencia en la obra efectivamente real. La pregunta por la esencia del arte, por el camino hacia el saber de ella, debe ser primera y nuevamente dotada de un fundamento. Como toda respuesta auténtica, la respuesta a la pregunta no es más que la salida más extrema al último paso de una larga serie de pasos en forma de preguntas. Las respuestas sólo conservan su fuerza como respuestas mientras siguen arraigadas en el preguntar.

La realidad efectiva de la obra no sólo se ha tornado más visible para nosotros a partir de su ser-obra, sino también esencialmente más rica. Al ser-creación de la obra le pertenecen con igual carga esencial los cuidadores que los creadores. Pero es la obra la que, por su esencia, hace posible a los creadores y necesita a los cuidadores. Si el arte es el origen de la obra, esto quiere decir que hace que surja en su esencia aquello que se pertenece mutuamente y de manera esencial dentro de la obra: los creadores y los cuidadores. Pero ¿qué es el propio arte, para que podamos llamarlo con todo derecho un origen?

En la obra obra el acontecimiento de la verdad precisamente al modo de una obra. En consecuencia, hemos determinado previamente la esencia del arte como ese poner a la obra de la verdad. Pero esta determinación es conscientemente ambigua. Por una parte, dice que el arte es la fijación en la figura de la verdad que se establece a sí misma. Esto ocurre en el crear como aquel traer delante el desocultamiento de lo ente. Pero, por otra parte, poner a la obra significa poner en marcha y hacer acontecer al ser-obra. Esto ocurre como cuidado. Así pues, el arte es el cuidado creador de la verdad en la obra. Por lo tanto, el arte es un llegar a ser y acontecer de la verdad. ¿Quiere decir esto que la verdad surge de la nada? Efectivamente, si entendemos por nada la mera nada de lo ente y si nos representamos a ese ente como aquello presente corrientemente y que debido a la instancia de la obra aparece y se desmorona como ese ente que sólo pretendidamente es verdadero. La verdad nunca puede leerse a partir de lo presente y habitual. Por el contrario, la apertura de lo abierto y el claro de lo ente sólo ocurre cuando se proyecta esa apertura que tiene lugar en la caída.

La verdad como claro y encubrimiento de lo ente acontece desde el momento en que se poetiza. Todo arte es en su esencia poema en tanto que un dejar acontecer la llegada de la verdad de lo ente como tal. La esencia del arte, en la que residen al tiempo la obra de arte y el artista, es el ponerse a la obra de la verdad. Es desde la esencia poética del arte, desde donde éste procura un lugar abierto en medio de lo ente en cuya apertura todo es diferente a lo acostumbrado. Gracias al proyecto puesto en obra de ese desocultamíento de lo ente que recae sobre nosotros, todo lo habitual y normal hasta ahora es convertido por la obra en un no ente, perdiendo de este modo la capacidad de imponer y mantener el ser como medida. Lo curioso de todo esto es que la obra no actúa en absoluto sobre lo ente existente hasta ahora por medio de relaciones causales. El efecto de la obra no proviene de un efectuar. Consiste en una transformación, que ocurre a partir de la obra, del desocultamiento de lo ente, o lo que es lo mismo, del ser.

Pero el poema no es un delirio que inventa lo que le place ni una divagación de la mera capacidad de representación e imaginación que acaba en la irrealidad. Lo que despliega el poema en tanto que proyecto esclarecedor de desocultamiento y que proyecta hacia adelante en el rasgo de la figura, es el espacio abierto, al que hace acontecer, y de tal manera, que es sólo ahora cuando el espacio abierto en medio de lo ente logra que lo ente brille y resuene. Si contemplamos la esencia de la obra y su relación con el acontecimiento de la verdad de lo ente se torna cuestionable si la esencia del poema, lo que significa también la esencia del proyecto, puede llegar a ser pensada adecuadamente a partir de la imaginación y la capacidad de inventiva. Debemos seguir pensando la esencia del poema -ahora comprendida en toda su amplitud, pero no por ello de manera indeterminada-, como algo digno de ser cuestionado, que debe ser pensado a fondo.

Si todo arte es, en esencia, poema, de ahí se seguirá que la arquitectura, la escultura, la música, deben ser atribuidas a la poesía. Ésta parece una suposición completamente arbitraria. Y lo es, mientras sigamos opinando que las citadas artes son variantes del arte del lenguaje, si es que podemos bautizar a la poesía con este título que se presta a ser mal entendido. Pero la poesía es sólo uno de los modos que adopta el proyecto esclarecedor de la verdad, esto es, del poetizar en sentido amplio. Con todo, la obra del lenguaje, el poema en sentido estricto, ocupa un lugar privilegiado dentro del conjunto de las artes.

Para ver esto sólo es necesario comprender correctamente el concepto de lenguaje. Según la representación habitual, el lenguaje pasa por ser una especie de comunicación. Sirve para conversar y ponerse de acuerdo y, en general, para el entendimiento. Pero el lenguaje no es sólo ni en primer lugar una expresión verbal y escrita de lo que ha de ser comunicado. El lenguaje no se limita a conducir hacia adelante en palabras y frases lo revelado y lo oculto, eso que se ha querido decir: el lenguaje es el primero que consigue llevar a lo abierto a lo ente en tanto que ente. En donde no está presente ningún lenguaje, por ejemplo en el ser de la piedra, la planta o el animal, tampoco existe ninguna apertura de lo ente y, por consiguiente, ninguna apertura de lo no ente y de lo vacío.

En la medida en que el lenguaje nombra por vez primera a lo ente, es este nombrar el que hace acceder lo ente a la palabra y la manifestación. Este nombrar nombra a lo ente a su ser a partir del ser. Este decir es un proyecto del claro, donde se dice en calidad de qué accede lo ente a lo abierto. Proyectar es dejar libre un arrojar bajo cuya forma el desocultamiento se somete a entrar dentro de lo ente como tal. El anunciar que proyecta se convierte de inmediato en la renuncia a toda sorda confusión en la que lo ente se oculta y retira.

El decir que proyecta es poema: el relato del mundo y la tierra, el relato del espacio de juego de su combate y, por tanto, del lugar de toda la proximidad y lejanía de los dioses. El poema es el relato del desocultamiento de lo ente. Todo lenguaje es el acontecimiento de este decir en el que a un pueblo se le abre histórica-mente su mundo y la tierra queda preservada como esa que se queda cerrada. El decir que proyecta es aquel que al preparar lo que se puede decir trae al mismo tiempo al mundo lo indecible en cuanto tal. Es en semejante decir en donde se le acuñan previamente a un pueblo histórico los conceptos de su esencia, esto es, su pertenencia a la historia del mundo.

El poema está pensado aquí en un sentido tan amplio y al mismo tiempo en una unidad esencial tan íntima con el lenguaje y la palabra, que no queda más remedio que dejar abierta la cuestión de si el arte en todos sus modos, desde la arquitectura a la poesía, agota verdaderamente la esencia del poema.

El propio lenguaje es poema en sentido esencial. Pero como el lenguaje es aquel acontecimiento en el que se le abre por vez primera al ser humano el ente como ente, por eso, la poesía, el poema en sentido restringido, es el poema más originario en sentido esencial. El lenguaje no es poema por el hecho de ser la poesía primigenia, sino que la poesía acontece en el lenguaje porque éste conserva la esencia originaria del poema. Por el contrario, la arquitectura y la escultura acontecen siempre y únicamente en el espacio abierto del decir y del nombrar. Éstos son los que las dominan y guían. Por eso siguen siendo caminos y modos propios de establecer la verdad en la obra. Son, cada una para sí, una forma propia de poetizar dentro de ese claro del ente que ya ha acontecido en el lenguaje aunque de forma desapercibida.

En tanto que el poner a la obra de la verdad, el arte es poema. No es sólo la creación de la obra la que es poética, sino también, aunque de otra manera, el cuidado de la obra. En efecto, una obra sólo es efectivamente real como obra cuando nos desprendemos de nuestros hábitos y nos adentramos en aquello abierto por la obra para que nuestra propia esencia pueda establecerse en la verdad de lo ente.

La esencia del arte es poema. La esencia del poema es, sin embargo, la fundación de la verdad. Entendemos este fundar en tres sentidos: fundar en el sentido de donar; fundar en el sentido de fundamentar y fundar en el sentido de comenzar. Pero la fundación sólo es efectivamente real en el cuidado. Por eso, a cada modo de fundación corresponde un modo de cuidado. Ahora sólo podemos hacer evidente la estructura esencial del arte en unas pocas pinceladas y únicamente en la medida en que la anterior caracterización de la esencia de la obra nos ofrezca una primera indicación a tal fin.

El poner a la obra de la verdad hace que se abra bruscamente lo inseguro y, al mismo tiempo, le da la vuelta a lo seguro y todo lo que pasa por tal. La verdad que se abre en la obra no puede demostrarse ni derivarse a partir de lo que se admitía hasta ahora. La obra rebate la exclusividad de la realidad efectiva de lo admitido hasta ahora. Lo que el arte funda no puede nunca, precisamente por eso, verse contrarrestado por lo ya dado y disponible. La fundación es algo que viene dado por añadidura, un don.

El proyecto poético de la verdad, que se establece en la obra como figura, tampoco se ve nunca consumado en el vacío y lo indeterminado. Lo que ocurre es que la verdad se ve arrojada en la obra a los futuros cuidadores, esto es, a una humanidad histórica. Ahora bien, lo arrojado no es nunca una desmesurada exigencia arbitraria. El proyecto verdaderamente poético es la apertura de aquello en lo que el Dasein ya ha sido arrojado como ser histórico. Aquello es la tierra y, para un pueblo histórico, su tierra, el fundamento que se cierra a sí mismo, sobre el que reposa con todo lo que ya es, pero que permanece oculto a sus propios ojos. Pero es su mundo, el que reina a partir de la relación del Dasein con el desocultamiento del ser. Por eso, todo lo que le ha sido dado al ser humano debe ser extraído en el proyecto fuera del fundamento cerrado y establecido expresamente sobre él. Sólo así será fundado como fundamento que soporta.

Por ser dicha extracción, toda creación es una forma de sacar fuera (como sacar agua de la fuente). Claro que el subjetivismo moderno malinterpreta de inmediato lo creador en el sentido del genial resultado logrado por el sujeto soberano. La fundación de la verdad no sólo es fundación en el sentido de la libre donación, sino también en el sentido de ese fundar que pone el fundamento. El proyecto poético viene de la nada desde la perspectiva de que nunca toma su don de entre lo corriente y conocido hasta ahora. Sin embargo, nunca viene de la nada, en la medida en que aquello proyectado por él, sólo es la propia determinación del Dasein histórico que se mantenía oculta.

La donación y fundamentación tienen el carácter no mediado de aquello que nosotros llamamos inicio. Ahora bien, el carácter no mediado del inicio, lo característico del salto fuera de lo que no es mediable, no sólo no excluye, sino que incluye que sea el inicio el que se prepare durante más tiempo y pasando completamente desapercibido. El auténtico inicio es siempre, como salto, un salto previo en el que todo lo venidero ya ha sido dejado atrás en el salto, aunque sea como algo velado. El inicio ya contiene de modo oculto el final. Desde luego, el auténtico inicio nunca tiene el carácter primerizo de lo primitivo. Lo primitivo carece siempre de futuro por el hecho de carecer de ese salto y salto previo que donan y fundamentan. Es incapaz de liberar algo fuera de sí, porque no contiene nada fuera de aquello en lo que él mismo está atrapado.

Por el contrario, el inicio siempre contiene la plenitud no abierta de lo inseguro, esto es, del combate con lo seguro. El arte como poema es fundación en el tercer sentido de provocación de la lucha de la verdad, esto es, es fundación como inicio. Siempre que, como ente mismo, lo ente en su totalidad exige la fundamentación en la apertura, el arte alcanza su esencia histórica en tanto que fundación. Esta ocurrió por vez primera en Occidente, en el mundo griego. Lo que a partir de entonces pasó a llamarse ser, fue puesto en obra de manera normativa. Lo ente así abierto en su totalidad se convirtió a continuación en lo ente en sentido de lo creado por Dios. Esto ocurrió en la Edad Media. Lo ente se transformó nuevamente al principio y en el transcurso de la Edad Moderna. Lo ente se convirtió en un objeto dominable por medio del cálculo y examinable hasta en lo más recóndito. En cada ocasión se abrió un mundo nuevo con una nueva esencia. Cada vez, la apertura de lo ente hubo de ser instaurada en lo ente mismo por medio de la fijación de la verdad en la figura. Cada vez aconteció un desocultamiento de lo ente. El desocultamiento se pone a la obra y el arte consuma esta imposición.

Siempre que acontece el arte, es decir, cuando hay un inicio, la historia experimenta un impulso, de tal modo que empieza por vez primera o vuelve a comenzar. Historia no significa aquí la sucesión de determinados sucesos dentro del tiempo, por importantes que éstos sean. La historia es la retirada de un pueblo hacia lo que le ha sido dado hacer, introduciéndose en lo que le ha sido dado en herencia.

El arte es el poner a la obra de la verdad. En esta frase se esconde una ambigüedad esencial, puesto que la verdad puede ser tanto el sujeto como el objeto de ese poner. Pero aquí, sujeto y objeto son nombres poco adecuados. Impiden pensar esa doble esencia, tarea que ya no debe formar parte de estas reflexiones. El arte es histórico y en cuanto tal es el cuidado creador de la verdad en la obra. El arte acontece como poema. Éste es fundación en el triple sentido de donación, fundamentación e inicio. Como fundación el arte es esencialmente histórico. Esto no quiere decir únicamente que el arte tenga una historia en el sentido externo de que, en el transcurso de los tiempos, él mismo aparezca también al lado de otras muchas cosas y él mismo se transforme y desaparezca ofreciéndole a la ciencia histórica aspectos cambiantes. El arte es historia en el esencial sentido de que funda historia.

El arte hace surgir la verdad. El arte salta hacia adelante y hace surgir la verdad de lo ente en la obra como cuidado fundador. La palabra origen [Ur-sprung] significa hacer surgir algo por medio de un salto, llevar al ser a partir de la procedencia de la esencia por medio de un salto fundador.

El origen de la obra de arte, esto es, también el origen de los creadores y cuidadores, el Dasein histórico de un pueblo, es el arte. Esto es así porque el arte es en su esencia un origen: un modo destacado de cómo la verdad llega al ser, de cómo se torna histórica.

Preguntamos por la esencia del arte. ¿Por qué preguntamos tal cosa? Lo preguntamos a fin de poder preguntar de manera más auténtica si el arte es o no un origen en nuestro Dasein histórico y si puede y debe serlo y bajo qué condiciones.

Una reflexión semejante no puede obligar al arte ni a su devenir. Pero este saber reflexivo es la preparación preliminar, y por lo tanto imprescindible, para el devenir del arte. Este saber es el único que le prepara a la obra su espacio, que le dispone al creador su camino y al cuidador su lugar.

Es en este saber, que sólo puede crecer muy lentamente, en donde se decide si el arte puede ser un origen y, por lo tanto, debe ser un salto previo, o si debe quedarse en mero apéndice y, por lo tanto, sólo podemos arrastrarlo como una manifestación cultural tan corriente como las demás.

¿Estamos en nuestro Dasein históricamente en el origen? ¿Sabemos o, lo que es lo mismo, tomamos en consideración la esencia del origen? ¿O, por el contrario, en nuestra actitud respecto al arte nos limitamos a invocar conocimientos ilustrados acerca del pasado?

Para solucionar este dilema existe un signo que no engaña. Hölderlin, el poeta cuya obra aún es una tarea por resolver por parte de los alemanes, nombró este signo cuando dijo:



Difícilmente abandona su lugar
lo que mora cerca del origen.

 (Die Wanderung, vol. IV; Hellingrath, p. 167).



Epílogo

Las reflexiones precedentes tratan del enigma del arte, el enigma que es el propio arte. Lejos de nuestra intención pretender resolver el enigma. Nuestra tarea consiste en ver el enigma.

Casi desde que se inició una consideración expresa del arte y los artistas, ésta recibió el nombre de estética. La estética toma la obra de arte como un objeto, concretamente un objeto de la aäsyhsiw, de la percepción sensible en sentido amplio. Hoy, llamamos a esta percepción vivencia. El modo en que el hombre vive el arte es el que debe informarnos sobre su esencia. La vivencia no es la fuente de la que emanan las normas que rigen solamente sobre el deleite artístico, sino también sobre la creación artística. Todo es vivencia, pero quizás sea la vivencia el elemento en el que muere el arte. La muerte avanza tan lentamente que precisa varios siglos para consumarse.

Es verdad que se habla de las obras inmortales del arte y del propio arte como de un valor eterno. Se habla así en ese lenguaje que no es tan exacto con ninguna de las cosas esenciales porque teme que tomárselas verdaderamente en serio acabe significando: pensar. ¿Y qué mayor temor hoy día que el temor a pensar? ¿Tiene algún contenido y alguna consistencia esa charla sobre las obras inmortales y el valor eterno del arte? ¿O se trata sólo de un mero modo de hablar, pensado sólo a medias, un modo propio de una época en la que el gran arte, junto con su esencia, han huido del hombre?

En la meditación más detallada -por haber sido pensada desde la metafísica- que posee el mundo occidental acerca de la esencia del arte, en las «Lecciones sobre Estética» de Hegel, se encuentran las siguientes frases:

«Para nosotros, el arte ya no es el modo supremo en que la verdad se procura una existencia» (Obras Completas, vol. X, 1, p. 134) «Seguramente cabe esperar que el arte no dejará nunca de elevarse y de consumarse, pero su forma ha cesado de ser la exigencia suprema del espíritu» (ibid., p. 135). «En todos estos aspectos, en lo tocante a su supremo destino, el arte es y permanece para nosotros un pasado» (O. C., vol. X, 1, p. 16).

No es posible liquidar la sentencia emitida por Hegel en estas frases arguyendo que desde la última vez que se pronunciaron las «Lecciones sobre Estética» de Hegel en la universidad de Berlín, concretamente en el invierno de 1828/29, hemos asistido al nacimiento de muchas y muy novedosas obras de arte y orientaciones artísticas. Hegel nunca pretendió negar esa posibilidad. Pero, sin embargo, sigue abierta la pregunta de si el arte sigue siendo todavía un modo esencial y necesario en el que acontece la verdad decisiva para nuestro Dasein histórico o si ya no lo es. Si ya no lo es, aún queda la pregunta de por qué es esto así. Aún no ha habido un pronunciamiento decisivo sobre las palabras de Hegel, porque detrás de esas palabras se encuentra todo el pensamiento occidental desde los griegos, un pensamiento que corresponde a una verdad de lo ente ya acontecida. El pronunciamiento último sobre las palabras de Hegel vendrá, si es que viene, a partir de la verdad de lo ente y sobre ella. Hasta que esto ocurra, las palabras de Hegel seguirán siendo válidas. Y por eso es necesaria la pregunta de si la verdad que dicen esas palabras es definitiva y qué puede ocurrir de ser eso así.

Estas preguntas, que nos atañen en parte de modo directo y en parte lejanamente, sólo se pueden plantear si meditamos previamente la esencia del arte. Intentamos dar algunos pasos en esa dirección planteando la pregunta por el origen de la obra de arte. Se trata de atraer la mirada sobre el carácter de obra de la obra. El significado que tiene aquí la palabra origen ha sido pensado a partir de la esencia de la verdad.

La verdad de la que aquí se ha hablado no coincide con aquello que normalmente se conoce bajo ese nombre y que se le atribuye a modo de cualidad al conocimiento y la ciencia a fin de diferenciarla de lo bello y lo bueno, que son los nombres que se usan para designar a los valores del comportamiento no teórico.

La verdad es el desocultamiento de lo ente en cuanto ente. La verdad es la verdad del ser. La belleza no aparece al lado de esta verdad. Se manifiesta cuando la verdad se pone en la obra. Esta manifestación -en tanto que ser de la verdad dentro de la obra y en tanto que obra-, es la belleza. Así, lo bello tiene su lugar en el acontecer de la verdad. No es algo relativo al gusto, en definitiva, un mero objeto del gusto. Por el contrario, lo bello reside en la forma, pero únicamente porque antaño la forma halló su claro a partir del ser como entidad de lo ente. En aquel entonces el ser aconteció como eädow. La Þd¡a se ordena en la morf®. El sænolon, la totalidad unida de la morf® y la êle, esto es, el ¦rgon, es al modo de la ¤n¤rgeia. Este modo de presencia se convierte en actualitas del ens actu. La actualitas llega a ser a su vez realidad efectiva. La realidad efectiva se torna objetividad. La objetividad pasa a ser vivencia. En ese modo en que lo ente es como efectivamente real para el mundo determinado por Occidente, se esconde una peculiar manera de ir siempre juntas la belleza y la verdad. A la transformación de la esencia de la verdad corresponde la historia de la esencia del arte occidental. Ésta se comprende tan poco a partir de la belleza tomada en sí misma como a partir de la vivencia, suponiendo que el concepto metafísico del arte pueda llegar hasta su esencia.



Apéndice

En las páginas 55 y 62 al lector atento se le plantea una dificultad esencial ante la impresión aparente de que las palabras «fijación de la verdad» y «dejar acontecer la llegada de la verdad» nunca pueden llegar a estar de acuerdo. En efecto, en la palabra «fijación» está implícito un querer que le cierra las puertas a la llegada y, por lo tanto, la hace imposible. Por el contrario, en el dejar acontecer se anuncia un plegarse, esto es, un no querer, que permite toda libertad de movimientos.

Esta dificultad se resuelve cuando pensamos la fijación en el sentido en el que está entendida a lo largo de todo el texto y sobre todo en la determinación directriz del «poner a la obra». Al lado de «situar» y «poner» también debe entrar «depositar», pues estas tres palabras estaban englobadas todavía de modo unitario en el latín ponere.

Debemos pensar el término «situar» en el sentido de la y¡siw. Por ejemplo, en la página 52 se dice así: «Disponer y ocupar se han pensado siempre aquí (¡) a partir del sentido griego de la y¡siw, que significa poner en lo no oculto». El «poner» griego quiere decir situar, en el sentido de dejar surgir, por ejemplo, dejar surgir una estatua, es decir, poner, depositar una ofrenda sagrada. Situar y depositar tienen el sentido del alemán Her [hacia aquí], vor [ante, delante] y bringen [traer], es decir, traer hacia lo no oculto o traer a la presencia, en definitiva, traer delante: ‘Hervorbringen’. Situar y poner no significan aquí nunca esa manera provocadora de ponerse en frente de (del Yo-sujeto) tal como lo concibe la modernidad. El alzarse de la estatua (es decir, la presencia del resplandor que nos contempla) es diferente del alzarse de eso que se alza enfrente al modo del objeto. «Erigirse, establecerse» es (vid. p. 29) la constancia del resplandecer. Por el contrario, en el contexto de la dialéctica de Kant y del Idealismo alemán, tesis, anti-tesis y síntesis significan una manera de situar dentro de la esfera de la subjetividad de la conciencia. En consecuencia, Hegel interpretó la y¡siw griega -desde su punto de vista con toda la razón- en el sentido de un poner inmediato del objeto. Si, para él, este poner sigue siendo no verdadero es porque no está mediado todavía por la antítesis y la síntesis (vid. Hegel und die Griechen, en Wegmarken, 1967).

Con todo, tengamos presente el sentido griego de la y¡siw en este ensayo sobre la obra de arte: dejemos que yazca ante nosotros en su resplandor y presencia y, así, la «fijación» no tendrá nunca el sentido de algo rígido, inamovible y seguro.

«Fijo» significa rodeado de un contorno, dentro de unos límites (p¡raw), introducido en el contorno (p. 54). Tal como se entiende en griego, los límites no cierran todas las puertas, sino que son los que hacen que resplandezca lo presente mismo en tanto que traído delante él mismo. El límite pone en libertad en lo no oculto; gracias a su contorno bajo la luz griega, la montaña se alza hacia lo alto y reposa. El límite que fija es aquello que reposa -concretamente en la plenitud de la movilidad- y todo esto es válido para la obra en el sentido griego del ¦rgon, cuyo «ser» es la ¤n¤rgeia, que agrupa dentro de sí infinitamente más movimiento que las «energías» modernas.

Por lo tanto, la «fijación» de la verdad, pensada convenientemente, no puede de ninguna manera entrar en oposición con el «dejar acontecer». En efecto, por un lado este «dejar» no es ningún tipo de pasividad, sino el quehacer supremo (vid. «Vorträge und Aufsätze», 1954, p. 49) en el sentido de la y¡siw, un « efectuar» y un «querer» que en el presente ensayo, véase la página 58, es caracterizado como el «sumirse extático del hombre existente en el desocultamiento del ser». Por otro lado, este «acontecer» del dejar acontecer de la verdad, es el movimiento que reina en el claro y el encubrimiento, y más exactamente en su unidad, concretamente es el movimiento del claro del autoencubrimiento como tal, del que procede a su vez todo lo que se ilumina. Este «movimiento» exige incluso una fijación en el sentido del traer delante, un traer que hay que comprender en el sentido explicado en la página 53 en la medida en que el traer delante creador «es más bien un recibir y tomar dentro de la relación con el desocultamiento».

Conforme a lo que se acaba de explicar puede determinarse el significado de la palabra «com-posición», mencionada en la pagina 55, es la agrupación del traer delante (del producir), esto es, del dejar-venir-aquí-delante (dejar aparecer) al rasgo como contorno (p¡raw). Por medio de la «com-posición», así pensada, se aclara el sentido griego de morf® en tanto que figura. Efectivamente, la palabra «com-posición», utilizada más tarde como palabra clave para la esencia de la técnica moderna, está pensada a partir de aquella com-posición citada (y no en el sentido de armazón, dispositivo, andamiaje, montaje, etc.). Esta conexión es esencial, puesto que determina el destino del ser. En tanto que esencia de la técnica moderna, la com-posición procede de la concepción griega del ser de ese dejar-yacer-ante-nosotros, esto es, el logow, así como del griego poÛhsiw y y¡siw. En el poner de la com-posición, esto es, en el mandato que obliga a asegurar todo, habla la aspiración de la ratio reddenda, es decir, del logon didñnai, de tal manera que hoy esta aspiración de la composi-ción se hace cargo de la dominación de lo incondicionado y que -basándose en el sentido griego de la percepción- la represen-tación (poner-delante) toma su forma como un modo de fijar (poner-fijo) y asegurar (poner-seguro).

Cuando en el ensayo sobre «El origen de la obra de arte» oímos las palabras fijación y com-posición debemos, por una parte, apartar de nuestra mente el significado moderno de poner (Stellen) y armazón (Gestell) pero, sin embargo, no debemos pasar por alto el hecho de que el ser que determina la Edad Moderna en tanto que com-posición proviene del destino occidental del ser, que no ha sido pensado por los filósofos, sino pensado para los que piensan (vid. «Vorträge und Aufsätze», 1954, pp. 28 y 49).

Lo que sigue siendo difícil es explicar las determinaciones dadas brevemente en la página 52 acerca del «establecer» y «establecer de la verdad en lo ente». Una vez más, debemos evitar entender el término «establecer, instalar» en el sentido moderno, como en la conferencia sobre la técnica, esto es, como un «organizar» y poner a punto. Por el contrario, este «establecer, instalar» piensa en la «tendencia [de la verdad] hacia la obra» citada en la página 53, que hace que la verdad que se encuentra en medio de lo ente, y que es ella misma con carácter de obra, alcance el ser (p. 53).

Debemos pensar en qué medida la verdad en tanto que desocultamiento de lo ente no dice otra cosa más que la presencia de lo ente como tal, es decir, del ser (vid. p. 62, y de este modo el discurso acerca del establecerse de la verdad ‑es decir, del ser-dentro de lo ente, tocará la parte cuestionable de la diferencia ontológica (vid. «Identität und Differenz», 1957, pp. 37 y ss.). Por eso, en «El origen de la obra de arte» (p. 52) se dice cautamente: «Cuando alude a ese establecerse de la apertura en el espacio abierto, el pensar toca una región que no podemos detenernos a explicar todavía». Todo el ensayo sobre «El origen de la obra de arte» se mueve, a sabiendas aunque tácitamente, por el camino de la pregunta por la esencia del ser. La reflexión sobre qué pueda ser el arte está determinada única y decisivamente a partir de la pregunta por el ser. El arte no se entiende ni como ámbito de realización de la cultura ni como una manifestación del espíritu: tiene su lugar en el Ereignis, lo primero a partir de lo cual se determina el «sentido del ser» (vid. «Ser y Tiempo»). Qué sea el arte es una de esas preguntas a las que no se da respuesta alguna en este ensayo. Lo que parece una respuesta es una mera serie de orientaciones para la pregunta. (Vid. las primeras frases del Epílogo.)

Una de estas orientaciones la tenemos en dos importantes indicaciones que se hacen en las páginas 61 y 66. En ambos lugares se habla de una «ambigüedad». En la página 66 se habla de una «ambigüedad esencial» respecto a la determinación del arte como el «poner en obra de la verdad». Aquí, la verdad es tanto «sujeto» como «objeto» de la frase. Ambas caracterizaciones son «inadecuadas». Si la verdad es «sujeto», la definición que habla de un «poner a la obra de la verdad» quiere decir en realidad el «ponerse a la obra de la verdad» (vid. pp. 61 y 29). Por lo tanto el arte es pensado como Ereignis. Sin embargo, el ser es una llamada hecha a los hombres y no puede ser sin ellos. En consecuencia, el arte también ha sido determinado como un poner a la obra de la verdad, esto es, ahora la verdad es «objeto» y el arte consiste en la creación y el cuidado humanos.

Es dentro de la relación humana con el arte donde se da la segunda ambigüedad del poner a la obra de la verdad, que en la página 61 es nombrada como creación y cuidado. Según lo que puede leerse en las páginas 62 y 48, la obra de arte y el artista reposan «al tiempo» en lo esencial del arte. En la frase «poner a la obra de la verdad» -en la que queda sin determinar pero es determinable quién o qué de qué manera «pone»-, se esconde la relación del ser y la esencia del hombre, relación que en este caso ha sido pensada de manera inadecuada. Ciertamente se trata de una dificultad muy considerable y que veo con toda claridad desde «Ser y Tiempo», habiéndola expresado después en muchos lugares (vid. por último «Zur Seinsfrage» y en la página 52 del presente ensayo, el texto que empieza: «Diremos simplemente que...»).

Todo lo que resulta cuestionable aquí se congrega, a partir de este momento, en el auténtico lugar de la explicación, allí donde se tocan de pasada la esencia del lenguaje y la poesía, una vez más con la mirada dirigida exclusivamente hacia la mutua pertenencia del ser y el decir.

El lector, que como es lógico llega a este ensayo desde fuera, se verá constreñido al inevitable esfuerzo de detenerse primero durante largo tiempo a tratar de representarse e interpretar los asuntos tratados sin acudir al callado ámbito de donde brota lo que hay que pensar. Por su parte, el autor se ha visto obligado a hablar el lenguaje que parecía más adecuado para cada uno de los diferentes hitos del camino.

Martin Heidegger