Judith Podlubne
Universidad Nacional de Rosario
indeterminación con que las imágenes aparecen y desaparecen en los sueños y en la incertidumbre con que en ellos se sucede y confunde lo conocido y lo desconocido. El clima de Viaje olvidado transmite, para Victoria, la misma falta de deliberación que caracteriza el universo del sueño; hay en estos cuentos una atmósfera propia “donde las cosas más disparatadas, más incongruentes están cerca y caminan abrazadas, como en los sueños” (Ocampo 1937: 121).
La relación que sueño y realidad, que realidad e irrealidad, entablan en estos cuentos es percibida y presentada por Victoria con lucidez. “Ese juego de escondite, esa coalición de una realidad que se ha vuelto irreal y un sueño que se ha vuelto realidad nunca me ha impresionado tanto como en el Viaje olvidado” (Ocampo 1937: 121). Su comentario advierte que ambas instancias aparecen estrechamente vinculadas en un juego de transfiguraciones, que sueño y realidad no constituyen dos dominios distintos y alternativos sino que tejen una alianza indiscernible en la que uno se vuelve otro, en la que las fronteras entre uno y otro se desvanecen, y todo se torna radicalmente ambiguo. La realidad se vuelve irreal, el sueño se vuelve realidad, los personajes parecen cosas y las cosas, personajes. Los cuentos de Silvina alumbran, para Victoria, esa región indefinida e inestable en la que cada suceso y cada figura es también otro (“como las hojas todas iguales y sin embargo distintas en las láminas del libro de Ciencias Naturales” [Ocampo 1937: 121]), en la que seres extraños aluden a personajes conocidos y voces desconocidas resuenan con ecos familiares. Una región que, acertando una vez más, su lectura identifica con el territorio remoto de la infancia.
De un modo inadvertido, la analogía entre sueño y relato desplaza el comentario de Victoria hacia una visión nueva e inesperada de la infancia en los cuentos de Viaje olvidado.
Una visión en la que el pasado deja de remitir a un tiempo compartido y recuperable, para aludir a un espacio inaccesible en el que, como en los sueños, los límites entre realidad e irrealidad, entre lo vivido y lo imaginado, se contaminan y desdibujan hasta anularse. La sospecha de que la infancia de la que hablan estos relatos está tan lejos de la suya como de la de su hermana perturba la lectura de Victoria en un sentido que sus convicciones le impiden reconocer, pero que sus enunciados entredicen. ¿De dónde, si no de la perplejidad que esa sospecha le transmite, proviene el asombro con que ella asiste a la aparición de una imagen extraña e imprevista de Silvina en Viaje olvidado? Escribe Victoria:
Conociendo el lado realidad e ignorando la deformación que esa realidad había sufrido al mirarse en otros ojos que en los míos y al apoyarse en otros sueños, me Orbis Tertius - 2006 – Nro. 12 4 encontré por primera vez en presencia de un fenómeno singular y significativo: la aparición de una persona disfrazada de sí misma (Ocampo 1937: 121). La explicación con la que ella justifica su asombro apela una vez más a la “deformación” (el sustantivo es elocuente, traduce con una concisión rigurosa su punto de vista) que la capacidad imaginativa de Silvina impone sobre el tiempo familiar. Como si precisamente esa deformación del pasado operada por Silvina le devolviese una imagen desfigurada (aunque reconocible) de su hermana. Sin dudas, es esto lo que Victoria quiere dar a entender –y, en ese caso, hubiese resultado tal vez más ajustado presentar esta
imagen como la de una persona disfrazada de otra, como la de alguien que se enmascara y parece ser lo que no es. No obstante, los términos en que su anuncio se produce desbordan los límites de esa explicación y resuenan en una dirección imprevista. La “aparición de una persona disfrazada de sí misma” dice, más acá de su intención, en un antes de esa intención que sus enunciados retienen y en el que aún se escucha su perplejidad, el acontecimiento inesperado de una imagen única. Menos la de una narradora interesada en “deformar” el pasado compartido, que la de una figura más indefinida, bastante más ambigua, y mucho más afín a la rareza de los personajes y las voces narrativas que habitan Viaje olvidado. Una imagen que, extendiendo la equivalencia entre sueño y relato, encontramos muy próxima a la del sujeto del sueño.
Así como, manteniendo su aspecto y sus señas particulares –diríamos, disfrazándose de sí mismo–, el protagonista de la intriga soñadora se aparta del durmiente e instaura, en el corazón mismo de su yo, la sospecha de un intervalo irreductible (Blanchot 1976: 128), del mismo modo, esta imagen que asoma en Viaje olvidado (Victoria la describe como una “aparición”, como algo que irrumpe y la sorprende) se distancia de esa narradora interesada en contar los recuerdos “a su manera” y, sin convertirse en otra, deja de ser ella misma. Lejos de confundirse con una máscara que, al tiempo que lo oculta, reduplica el rostro auténtico de Silvina (“Máscara de Ginger Rogers sobre el rostro de Ginger Rogers, como en “Al compás del amor” –explica Victoria [1937: 119] – segura de lo que quiere decir y cree haber dicho), lejos de eso, la imagen de alguien disfrazada de sí misma se nos presenta como la de quien guarda consigo misma una relación de semejanza. Es decir, la imagen de alguien que se parece a sí misma, (más aun, en la que esa relación de semejanza resulta subrayada por la idea del disfraz) y que, precisamente por ese parecido, muestra no ser idéntica. Una imagen que, haciendo aparecer la distancia insalvable entre Orbis Tertius - 2006 – Nro. 12 5
Silvina y ella misma, siendo la aparición de esa distancia, acusa el fondo de apariencia sobre el que se funda toda identidad, el carácter de disfraz que reviste nuestro sí mismo.
Sin proponérselo, y sin siquiera advertirlo, la reseña de Victoria entredice lo que de ningún modo su pensamiento ha podido pensar. No, que los cuentos de Viaje olvidado reinventan los recuerdos de infancia de Silvina –esto es lo que Victoria impugna en forma explícita y a esto obedece sin dudas el fastidio que el libro le provoca. Aquello que la reseña pone de manifiesto sin saber es que quien habla en estos cuentos, quien relata en ellos el pasado, no es ni simplemente Silvina ni simplemente su máscara, sino esa distancia íntima entre ella y ella misma que esta imagen ilumina. Menos una presencia que una “aparición”: lo que aparece cuando su sí mismo exhibe súbitamente la consistencia definitiva de una máscara hueca. Atraídos por esta distancia primordial en la que toda identidad declina (empezando por la del sujeto que escribe) y todo reconocimiento se torna imposible, los recuerdos vuelven a Viaje olvidado no como la representación fiel o deformada de lo vivido – entre estas dos alternativas se dirime para Victoria la relación con la infancia–, sino como la repetición en las imágenes de lo aún no acontecido en el pasado, como el retorno de un pasado que nunca ha sido presente y que encuentra en la repetición de esta diferencia su único modo de realización. La infancia de la que hablan estos cuentos difiere radicalmente de la vivida por Silvina, se construye en el espacio incesante de ese diferimiento, “tal y como [en ella] la ha tejido el olvido” (Benjamin 1980: 18).
La lectura de Victoria avanza imperceptiblemente por el camino irresuelto de la tensión entre el interés en imputar a los relatos de Viaje olvidado la distorsión del pasado familiar y la sospecha impensada pero entredicha de que esa distorsión es tan absoluta como inevitable (no podría ser de otro modo cuando lo que está juego es el retorno de lo todavía por pasar en el pasado). ¿No es posible acaso leer en su afirmación de que estos cuentos son “recuerdos enmascarados de sueños” el mismo doblez de sentido (la distinción inseparable de lo que se quiere decir y lo que se muestra en lo que dice) que encontramos más arriba? ¿Cómo no atender a que, además de transmitirse la idea que a Victoria le interesa, y en la que el sueño resulta básicamente una máscara que desfigura el pasado, en este enunciado resuena también el eco de un vínculo más definitivo entre recuerdo, sueño y relato? Que los cuentos de Viaje olvidado sean “recuerdos enmascarados de sueños”, recuerdos que parecen sueños, que aparecen como si fueran tales, dice algo más que esa semejanza formal entre sueño y relato o entre sueño y recuerdo que Victoria propuso en el comienzo, para explicar la relación que en ellos entablan lo real y lo irreal, lo vivido y lo imaginado. Aquello que, de un modo oblicuo, insiste en esta afirmación es la semejanza Orbis Tertius - 2006 – Nro. 12 6
originaria que liga estas experiencias. Una semejanza fundada paradójicamente en la falta de origen que se abre cuando quien habla se ha olvidado de sí mismo y, en su lugar, asoma una máscara que se le parece.
Sin dudas es la intuición involuntaria y sorpresiva de esta semejanza –a la que el libro de Silvina alude con un nombre inmejorable (¿no es acaso este olvido de uno mismo lo que se invoca en Viaje olvidado?)– la que interfiere el comentario de Victoria en sus momentos más afortunados. Si su lectura no hubiese sido al menos rozada por esta intuición, sería difícil de explicar de dónde provienen la precisión y la claridad con que ella describe el clima de indeterminación en el que se desarrollan estos cuentos. De algún modo, de un modo que le concierne sin que pueda reconocerlo, Victoria vislumbra que en esa pérdida de sí mismos en la que se hunden muchos de los personajes y los narradores de Viaje olvidado retumba la falta de reconocimiento, la distancia entre ella y ella misma, que la escritura provoca en Silvina. Advierte también –aunque no sepa cómo ni por qué estas cuestiones se implicarían– que esa distancia en la que su hermana queda radicalmente comprometida, aquella en la que aparece como una máscara de sí misma, se relaciona (nosotros diríamos, decide) el salto a la ficción con que comienza su literatura. Lo que no puede tolerar en absoluto, lo que le resulta del todo inadmisible, y pone entonces en
evidencia el profundo horizonte de incomprensión sobre el que afloran los aciertos anteriores, es que este salto a la ficción en que se define (se inventa) la literatura de Silvina arrastre, sobre todo y en primer lugar, las convenciones de la lengua en la que está escribiendo.
La irritación que el estilo de Viaje olvidado le produce hace que, recuperando el estereotipado tono de hermana mayor con que inició su comentario, Victoria reprenda a Silvina por la “negligencia” y la “pereza” con que elabora algunas de sus frases y de sus imágenes. El problema no reside para ella, no al menos por completo, en que Silvina quiera “saca[rle] la lengua a la gramática” –su modernidad sabe que los más grandes escritores se han distinguido siempre por hacerlo–. El malestar deriva, fundamentalmente, de que ese propósito no haya sido antes previsto y calculado, de que la transgresión a la norma (lingüística y literaria, para Victoria se confunden) sea en Silvina consecuencia del desconocimiento y no de una premeditada voluntad intencional. Victoria está dispuesta a admitir los desvíos que se producen en el marco de un probado dominio del idioma, pero se niega a aceptar que se “renunci[e] a la destreza”, que se pierda el control sobre la lengua, sin antes haberlo demostrado. “En literatura –afirma– las “maladresses” no deben ser involuntarias. Es como para la gramática. Si se quiere sacarle la lengua, hay que mirarla Orbis Tertius - 2006 – Nro. 12 7 antes cara a cara.” La impugnación exige que Silvina realice el esfuerzo necesario por conseguir lo que, para Victoria misma, ha sido un objetivo arduo de lograr: que el español, la lengua materna reservada a una oralidad práctica y cotidiana, se transforme en una lengua de escritura.
En ambos casos, como señala Sylvia Molloy (1996: 101), esta transformación pone en escena un conflicto similar entre el dominio insuficiente que ellas tienen del español escrito y la soltura con que escriben en las lenguas extranjeras (en francés, en el caso de Victoria, y en inglés, en el de Silvina). La cuestión es, para las dos, al menos en principio, la misma: cómo escribir en una lengua materna a la que aprendieron a considerar inadecuada para expresarse con naturalidad, a la que encuentran incómoda y poco familiar. Pero la respuesta que esta cuestión suscita en cada una es muy diferente. Si bien Victoria consigue un manejo fluido, terso y personal del español, la centralidad que el francés ejerce sobre su escritura nunca la abandona. Aunque después de su primer ensayo no vuelve a publicar en francés, gran parte de sus textos (entre ellos, como observa Molloy, el más importante: su autobiografía) siguen siendo redactados hasta el final en esa lengua y luego traducidos al español, por ella misma o por otros 2 > : En “Palabras francesas”, un ensayo capital para entender su relación no sólo con el francés sino también con el español, Victoria escribe “Es perfectamente exacto que todas las veces que quiero escribir, ‘unpack my heart with words’, escribo primero en francés. Pero no lo hago por una elección deliberada […].
. La escritura en lengua materna se confunde, en su caso, con el cuidado ejercicio de traducción y de reescritura que ella impone a sus textos. Una tarea minuciosa y exigente de la que su prosa obtiene una transparencia hábilmente elaborada y un tono conversacional característico, capaces de volver inadvertida la duplicidad.
La relación de Silvina con el español escrito está igualmente tensionada por el dominio que las lenguas extranjeras ejercen sobre su propia lengua3 , sin embargo, a diferencia de lo que le sucede a Victoria, esta tensión se transforma, adquiere otro sentido, cuando ella empieza a escribir sus relatos. No quiero decir con esto que las otras lenguas dejen de tener una incidencia importante sobre la suya y, mucho menos, que se suspenda la incomodidad que ella experimenta en el español. Ambas circunstancias son condiciones
decisivas de su estilo. Me refiero, más específicamente, a que, si se atiende al relato que
Silvina hace de cómo empezó a escribir en español –relato que, en su caso, se superpone,
significativamente, con el de cómo empezó a escribir ficción– resulta claro que el conflicto
entre la propia lengua y las lenguas adquiridas se transfigura en una suerte de cruce
inesperado e involuntario de las mismas, en el que su escritura encuentra una lengua
nueva.
Me siento despedazada entre los tres idiomas –dice Silvina–. Debe ser porque los he leído tanto, porque mis mayores lecturas eran en francés, en inglés, antes del español. Entonces vivo acomodando el español, porque al principio, gramaticalmente, mis frases no eran españolas sino francesas de pronto, de pronto inglesas, y sin que yo lo propusiera. Traté de luchar, pero siempre esa creación que uno va haciendo de un cuento interior, que primero está dentro de uno y después sale, toda esa elaboración podía ser comenzada en inglés o en francés, y de pronto se fundían dentro del español. Porque cuando uno está trabajando y pensando algo que uno va escribir, se pierde un poco la conciencia. Uno es una especie de sonámbulo que está caminando en la oscuridad, tratando de concentrarse lo más posible. Y la concentración consiste justamente, en no olvidar el mecanismo que uno va usando. Si uno se da cuenta de cómo trabaja las cosas, se paraliza. Uno tiene que perder la conciencia para tener mayor conciencia. Eso es lo que pienso (Ulla 1982: 14).
Al tiempo en que describe la primacía que el inglés y el francés ejercen sobre su español y los esfuerzos que esta situación le demanda, su relato cuenta también cómo el dominio de las lenguas extranjeras se desorienta repentinamente, durante la elaboración de sus cuentos, y da lugar a la mezcla espontánea de estas lenguas con la lengua materna. “…toda esa elaboración –dice Silvina– podía ser comenzada en inglés o en francés, y de pronto se fundían dentro del español.” El español se presenta, de hecho, como la única lengua en la que ella escribe literatura. Sin embargo, esto no ocurre porque él se haya convertido en un adentro familiar y confortable, en el que se neutralizan hasta desaparecer los estilos y las acentos extranjeros. Todo lo contrario. Son las fallas que estos estilos y estos acentos abren en su lengua, el modo en que ellos la atraviesan, provocando que el orden de sus oraciones se maree y el uso de sus preposiciones se confunda, las que transforman el español siempre inestable de Silvina en una lengua de escritura. El encuentro inusitado entre las vacilaciones de su español y los tonos y las sintaxis ajenas inventa esa forma discordante, “atacada de tortícolis”, en la que su lengua se sustrae a las reglas de la gramática y se convierte, misteriosamente, en una “lengua de ficción” (Blanchot 1991a).
Las negligencias de estilo que Victoria advierte en Viaje olvidado, estas fallas que no
puede dejar de percibir como “defectos”, responden menos a la pereza y al descuido de quien aún no maneja plenamente la lengua en la que escribe, que a la atracción sonámbula a la que se abandona (a la que queda librada, habría que decir mejor) quien, sometida al sortilegio de las palabras, pierde conciencia de sí misma y dominio de la lengua en la que está escribiendo. En este punto de absoluta opacidad, la lengua, convertida para siempre en una lengua impropia, ve debilitado su poder de representación (ya no nos devuelve en la transparencia del nombre el sentido de las cosas) y recobra su condición imaginaria. Las palabras se transforman en imágenes y presentan (hacen ver, sin representarla) esa dimensión olvidada del mundo, “ese antes de que el mundo sea” (Blanchot 1991b: 52), en el que sueño y realidad, realidad e irrealidad, convergen. Es la infancia que vuelve a los cuentos de Viaje olvidado como la experiencia de la metamorfosis de la lengua en imagen, como el instante ilocalizable en el que la imposibilidad de escribir a partir de una lengua dada se torna la ocasión de que alguien disfrazada de sí misma, una conciencia sonámbula, escriba en una lengua por siempre extraña.
BIBLIOGRAFÍA
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