Jaques Derrida
Traducción de Patricio Peñalver, en DERRIDA, J., Cómo no hablar y otros textos, Proyecto A, 1997, pp. 13-58. Edición digital de Derrida en castellano
Entre este lugar y el lugar del secreto, entre este lugar secreto y la topografía del lazo social que debe guardar la no-divulgación, debe haber una cierta homología. Ésta debe regular algún tipo de relación –secreta- entre la topología de lo que se mantiene más allá del ser, sin ser -sin el ser o sin serlo (sans être-sans l’être)‑, y latopología, la politopología iniciática que a la vez organiza la comunidad mística y hace posible este dirigirse al otro, esta palabra quasi-pedagógica y mistagógica que Dionisio destina aquí, singularmente, a Timoteo (pros Timotheon: dedicatoria de la Teología mística).
En esta jerarquía, [vii] ¿dónde se mantiene el que habla, el que escucha y recibe, el que habla recibiendo desde la Causa que es también la Causa para esta comunidad? ¿Dónde se mantienen Dionisio y Timoteo, ellos dos y todos aquellos que potencialmente lean el texto dirigido por el uno al otro? ¿Dónde se mantienen con respecto a Dios, a la Causa? Dios reside en un lugar, dice Dionisio, pero no es ese lugar. Acceder a éste no es todavía contemplar a Dios. También Moisés tiene que retirarse. Recibe esa orden desde un lugar que no es un lugar, aun cuando uno de los nombres de Dios puede a veces designar el lugar mismo. Como todos los iniciados, tiene que purificarse, separarse de los impuros, apartarse de la muchedumbre, unirse a «la élite de los sacerdotes». Pero el acceso a ese lugar divino no le da todavía el paso a la Tiniebla mística donde cesa la visión profana y donde hay que callarse. Ahí está por fin permitido y prescrito callarse cerrando los ojos:
Esta [la Causa universal y buena] trasciende todas las cosas de forma superesencial y no se manifiesta al descubierto y verdaderamente más que sólo a aquellos que van más allá de toda consagración ritual y de toda purificación, que superan todo ascenso a las cimas más santas, que abandonan todas las luces divinas, todas las palabras, y todas las razones celestiales, para penetrar así en esta Tiniebla [...] Así, a algo obedece el que el divino Moisés reciba primero la orden de purificarse, después la de separarse de los impuros, que tras la purificación oiga las trompetas de múltiples sonidos, que vea fuegos numerosos cuyos innumerables rayos expiden un vivo brillo, que, apartado de la muchedumbre, alcance entonces, con la élite de los sacerdotes (ton ekktitôn iereôn), la cima de los ascensos divinos. Sin embargo, en ese grado todavía no está en relación con Dios, no contempla a Dios, pues Dios no es visible (atheatos gar), sino sólo el lugar donde Dios reside, lo cual significa, pienso, que en el orden visible y en el orden inteligible losobjetos más divinos y los más sublimes no son más que las razones hipotéticas de los atributos que convienen verdaderamente a Aquel que es totalmente trascendente, razones que revelan la presencia (parousía) de Aquel que supera toda aprehensión mental, por encima de las cimas inteligibles de Sus lugares más santos (tôn agiôtatôn autou topôn).
Es sólo entonces cuando, superando el mundo en que uno es visto y uno ve, Moisés penetra en la Tiniebla verdaderamente mística del inconocimiento (tes agnôsias); es ahí donde hace callar («cierra los ojos», ms.) todo saber positivo, donde se escapa por completo a toda aprehensión y a toda visión, pues no se pertenece ya a sí mismo ni pertenece a nada extraño, unido como está por lo mejor de sí mismo con Aquel que escapa a todo conocimiento, una vez que ha renunciado a todo saber positivo, y conociendo, gracias a ese inconocimiento mismo, por encima de toda inteligencia [1.000c y ss., pp. 179 y 180; la cursiva es mía].
Voy a retener, de este pasaje, tres motivos.
1. Apartarse, separarse, retirarse con una élite: esta topolitología del secreto obedece en primer lugar a una orden. Moisés «recibe en primer lugar la orden de purificarse, después la de separarse de los impuros». Esta orden no se distingue de una promesa. Es la promesa misma. El saber del gran sacerdote que intercede, si puede decirse así, entre dios y la santa institución, es el saber de la promesa. Dionisio lo precisa en La jerarquía eclesiástica a propósito de la oración por los muertos. Epaggelia significa a la vez el mandato y la promesa: «Sabiendo que las promesas divinas se realizarán infaliblemente (tas apseudeis epaggelias), de esta manera enseña igualmente a todos los asistentes que los dones que él implora en virtud de una santa institución (kata thesmon ieron) serán concedidos plenamente a quienes lleven una vida perfecta en Dios» (564«, p. 321). Más arriba había dicho que «el gran sacerdote conocía bien las promesas contenidas en las infalibles Escrituras» (561d).
2. En esta topolitología del secreto, las figuras o lugares de la retórica son también estratagemas políticas. Los «símbolos sagrados», las composiciones (synthemata), los signos y las figuras del discurso sagrado, los «enigmas», los «símbolos típicos» son creados como otros tantos «escudos» contra la masa. Todas las pasiones antropomórficas que se le prestan a Dios, los dolores, las cóleras, los arrepentimientos, las maldiciones, otros tantos movimientos negativos, e incluso los «sofismas» (sophismata) múltiples a los que recurre en la Escritura «para eludir sus promesas» no son sino «Santas alegorías (iera synthemata) que se ha tenido la audacia de usar para representar a Dios proyectando hacia fuera y multiplicando las apariencias visibles del misterio, dividiendo lo que es único y no compuesto, refigurando bajo formas múltiples aquello que no tiene ni forma ni figura (kai typôtika, kai polymorpha tôn amorphotôn kai atypôtôn), de manera que aquel que pudiera ver la belleza oculta dentro [de estas alegorías] las encontraría todas ellas místicas, conformes a Dios y llenas de una gran luz teológica» (Carta IX, a Tito, 1.105b y ss., pp. 352 y ss.). Sin la promesa divina, que es también una orden, el poder de estos synthemata no sería más que retórica convencional, poesía, bellas artes, literatura quizás. Bastaría con poner en duda esta promesa o con infringir la orden para ver abrirse, pero también cerrarse sobre sí mismo, el campo de la retoricidad, o de la literariedad, la ley sin ley de la ficción.
Como la promesa es también una orden, el velo retórico se convierte entonces en un escudo político, en el límite sólido de una partición social, en un schibboleth. Éste se inventa para proteger el acceso a un saber que permanece en sí mismo inaccesible, intransmisible, inenseñable. Esto inenseñable, sin embargo, se enseña, lo veremos, de otro modo. Este no-mathema puede y debe llegar a ser un mathema. Recurro aquí al uso que hace Lacan de esta palabra en un dominio que no deja de tener relación, sin duda, con aquel. No hay que pensar, precisa Dionisio, que las composiciones retóricas se bastan a sí mismas, en su simple fenómeno. Son instrumentos, mediaciones técnicas, armas, al menos armas defensivas, «escudos (probeblesthai) que garantizan esta ciencia inaccesible («intransmisible», ms.), que la masa no debe contemplar en absoluto, para que los más santos misterios no se ofrezcan cómodamente a los profanos y no se desvelen más que a los verdaderos amigos de la santidad, puesto que sólo ellos saben separar los símbolos sagrados de toda imaginación pueril...» (1.105c, p. 353).
Otra consecuencia política y pedagógica, otro rasgo institucional: el teólogo debe practicar no un doble lenguaje sino la doble inscripción de su saber. Dionisio evoca aquí una doble tradición, un doble modo de trasmisión (ditten paradosin): por una parte, indecible, secreto, prohibido, reservado, inaccesible (aporreton) o místico (mystiken), «simbólico e iniciático», por otra parte, filosófico, demostrativo (apodeiktiken), exponible. La cuestión es entonces evidentemente ésta: ¿cómo se relacionan el uno con el otro estos dos modos? ¿Cuál es la ley de su traducción recíproca o de su jerarquía? ¿Cuál sería su figura institucional o política? Dionisio reconoce que cada uno de estos dos modos se «entrecruza» con el otro. Lo «inexpresable» (arreton) se entrelaza o se entrecruza (sympleplektai) con lo «expresable» (tô retô).
¿A qué modo pertenece entonces este discurso, el de Dionisio, pero también el que yo sostengo a propósito suyo? ¿No tendrá éste que sostenerse necesariamente en ese lugar, que no puede ser un punto indivisible, donde se cruzan los dos modos, de tal forma que el cruce mismo, o la symploké, no pertenezca propiamente a ninguno de esos dos modos y sin duda preceda incluso su distribución? En el cruce del secreto y del no secreto, ¿cuál es el secreto?
En el lugar de cruce de esos dos lenguajes, de los que cada uno sostiene el silencio del otro, un secreto debe y no debe dejarse divulgar. Puede, no puede. Hay que no divulgar pero hay también que hacer saber o más bien hacer saber ese «hay que», «no hay que», «hay que no».
¿Cómo no divulgar un secreto? ¿Cómo no decir? ¿Cómo no hablar? Sentidos contradictorios e inestables dan a una cuestión como esa su oscilación sin fin: ¿qué hacer para que el secreto permanezca secreto? ¿Cómo hacerlo saber para que el secreto del secreto -como tal- no permanezca secreto? ¿Cómo evitar esta divulgación misma? Estas olas ligeras agitan la misma frase. Estable e inestable a la vez, ésta se deja llevar por los movimientos de lo que llamo aquí denegación, palabra que quisiera entender antes incluso de que se la sitúe en un contexto freudiano (cosa que quizás no es muy fácil y que supone al menos dos condiciones: que los ejemplos tomados lleven a la vez más allá de la estructura predicativa y de los presupuestos onto-teológicos o metafísicos que seguirían sosteniendo los teoremas psicoanalíticos).
Hay un secreto de la denegación y una denegación del secreto. El secreto como tal, como secreto, separa e instituye ya una negatividad, es una negación que se niega a sí misma. Se de-niega. Esta denegación no le sobreviene accidentalmente, es esencial y originaria. Y en el como tal del secreto que se deniega porque se aparece a sí misma para ser lo que es, esta de-negación no deja ninguna oportunidad a la dialéctica. El enigma del que hablo aquí de manera sin duda demasiado elíptica, demasiado «concisa», diría Dionisio, pero también demasiado voluble es la partición del secreto (partage du secret). No sólo el compartir el secreto con el otro, mi compañero en una secta o una sociedad secreta, mi cómplice, mi testigo, mi aliado. Sino en primer lugar el secreto partido en sí mismo, su partición «propia», lo que divide la esencia de un secreto que no puede aparecer, y aunque no sea más que a uno solo, sino en cuanto comience a perderse, a divulgarse, así pues, a disimularse, como secreto, mostrándose: a disimular su disimulación. No hay secreto como tal, lo deniego. Y esto es lo que confío en secreto a quienquiera que se alíe conmigo. Éste es el secreto de la alianza. Si lo teológico se insinúa ahí necesariamente, eso no quiere decir que el secreto sea teo-lógico. Pero ¿hay alguna vez eso, el secreto mismo, propiamente dicho? El nombre de Dios (no digo Dios, pero ¿cómo evitar decir aquí Dios desde el momento en que digo el nombre de Dios?) no puede decirse más que en la modalidad de esta denegación secreta: sobre todo no quiero decir eso.
3. Mi tercera observación concierne de nuevo al lugar. La Teología mística distingue, pues, entre el acceso a la contemplación de Dios y el acceso al lugar donde reside Dios. Contrariamente a lo que ciertos actos de nominación pueden hacer pensar, Dios no es simplemente su lugar, ni siquiera en sus lugares más santos. No es y no tiene lugar, o más bien es y tiene lugar, pero sin ser y sin lugar, sin ser su lugar. ¿Qué es el lugar, qué es lo que tiene lugar o se deja pensar, así, bajo esa palabra? Tendremos que seguir ese hilo para preguntarnos lo que puede ser un acontecimiento, lo que tiene lugar o takes place en esta atópica de Dios. Digo atópica apenas jugando: atopos es el insensato, el absurdo, el extravagante, el loco. Dionisio habla frecuentemente de la locura de Dios. Cuando cita la Escritura («La Locura de Dios es más sabia que la sabiduría humana»), evoca «el procedimiento de los teólogos de invertir, negándolos, todos los términos positivos para aplicarlos a Dios bajo su aspecto negativo» (Nombres Divinos, 865b, p. 140). De momento una sola precisión: si el lugar de Dios, que no es Dios, no se comunica con la superesencia divina eso no es sólo porque aquel siga siendo sensible o visible. Lo mismo pasa también en cuanto lugar inteligible. Cualquiera que sea la ambigüedad del paso y la dificultad de saber si el «lugar donde reside Dios» -y que no es Dios- pertenece o no al orden inteligible, la conclusión parece inequívoca: «la presencia» (parousía) de Dios se sitúa «por encima de las cimas inteligibles de sus lugares más santos» (tais noetais akrotesi tôn agiôtatôn autou topôn) [Teología mística, 1.001a, p. 1.799].
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