Jacobo MUÑOZ
NAVARRO CORDÓN, J. M., RODRÍGUEZ, R., (Compiladores) Heidegger o el final de la filosofía, Editorial Complutense, Madrid, 21997, pp. 127-138.
Desde la perspectiva radical lo que Nietzsche anunció en su día como (futura) lucha global de las visiones del mundo, una lucha hoy real, es un fenómeno diferente, en cuanto a su apariencia, a su «gramática superficial», de lo que según su esencia, su «gramática profunda», realmente es. Porque si las visiones del mundo y los movimientos políticos modernos luchan, en efecto, y por una parte, necesariamente entre sí, y su lucha es, en un sentido inmediato, real, ya que desde sus propias perspectivas tienden al dominio sobre el todo, por otro, en cambio, también aquí cumple y culmina la voluntad de voluntad su designio uniformador. En su contraposición superficial, externa, y al hilo de ella, dichos movimientos y visiones del mundo reproducen de igual modo esencial la homogeneidad unitaria, la uniformidad de fondo de la época presente, de nuestra modernidad consumada. Lo que permite a Heidegger percibir socialismo, marxismo, nacionalismo, racismo, biologismo, psicologismo, positivismo, materialismo, «americanismo», liberalismo o «democratismo» como una y la misma cosa -según anticipamos ya-: vectores (aparentemente enfrentados) que cooperan al cálculo, planificación y doma de lo que hay (hombre y ente) a partir de y en orden al interés de dominio de la voluntad de voluntad (rostro ciego, pero activo, del nihilismo plenamente advenido). (Sin que importe demasiado, claro es, la lectura que esos movimientos hagan, llevados de su propia perspectiva, de la relación, que puede ser incluso negativa, que aparentemente sostienen ellos mismos con ese cálculo, esa planificación y esa doma.)
Las citas podrían multiplicarse:
El proceso fundamental de la Edad Moderna es la conquista del mundo como imagen. La palabra imagen significa ahora: la hechura del elaborar representador. En éste, el hombre lucha por la posición en que él pueda ser ese ente que da a todo ente la medida y le traza la pauta. Porque esta posición se asegura, articula y expresa como visión del mundo, la relación moderna con lo ente se convierte -en su despliegue decisivo- en disputa entre visiones del mundo, y no cualesquiera, ciertamente, sino sólo entre las que han hecho suyas ya con la mayor resolución las posiciones extremas del hombre. De cara a esta lucha de visiones del mundo y de acuerdo con el sentido de ella, el hombre pone en juego el poder sin restricciones del cálculo, de la planificación y de la doma de todas las cosas. La ciencia como investigación» -una ciencia determinada por el modelo de la empresa y una investigación sometido a regla y ley: dominio del ente que es objeto de representación- «es forma indispensable de ese instalarse en el mundo, una de las vías por las que la época moderna se entregó al cumplimiento de su esencia con una velocidad ignorada por quienes participaron en ello». (La época de la imagen del mundo, 1938).
O también:
«La lucha entre los que están en el poder y los que quieren el poder: por doquier está la lucha por el poder. Por doquier es el propio poder lo determinante. En virtud de esta lucha por el poder, y a través de ella, es puesta por ambas partes la esencia del poder en la esencia de su dominio incondicional. A la vez se oculta aquí algo, que esta lucha está al servicio del poder y es querida por él. Ese algo se ha adueñado antes de estas luchas (porque) sólo la voluntad de voluntad decreta estas luchas. Pero el poder se apodera de tal modo de los humanos, que expropia a los humanos de la posibilidad de salir alguna vez, por estas vías, del olvido del ser. Esta lucha es necesariamente planetaria y, como tal, indecidible en su esencia, porque nada tiene que decidir, porque queda excluida de toda diferencia, de la diferencia (del ser respecto del ente) y con ello de la verdad y por la propia fuerza es arrojada... fuera... al abandono del ser» -que no otra cosa es el nihilismo desde el punto de vista de la historia del ser- (Superación).
Desde este prisma de granítica homogeneidad epocal bajo el signo activo del aprovechamiento de todo al servicio del autorreforzante disponer y ejercitarse de la voluntad de voluntad, incluso la libertad y su carencia, la paz y la supervivencia u opresión, la guerra y la destrucción, no son, ni pueden ser considerados sino como tendencias -diversas, sí, pero entrelazadas y a menudo sincrónicas- de dirección o pilotaje, aseguramiento y uso de acuerdo con la pauta de lo útil o desventajoso para los designios de la voluntad de voluntad, designios cuyas diferentes perspectivas componen un TODO. Que la propia diferencia entre guerra y paz sea secundaria, o menor, es -puestas así las cosas- algo que va de suyo. Una vez sentado, en efecto, en Superación..., que «en la era del poder exclusivo del poder, esto es, del incondicional aflujo del ente a ser usado en el uso que consume y agosta», una época en la que «el mundo se ha convertido en in-mundo», Heidegger afirma que más allá de la guerra misma está el desnudo extravío del consumo agostador del ente en el autoaseguramiento del ordenar a partir del vacío del estado de abandono del ser...
«... la respuesta a la pregunta por la paz -¿cuándo tendremos paz?- no puede, pues, tener lugar. Y no porque la duración de la guerra sea imprevisible, sino porque pregunta por algo que ya no es: ni la propia guerra es algo que pudiera desembocar en la paz: la guerra es, se ha convertido en, una variante del uso agostador del ente» -del abuso de lo que hay- «que es proseguido en la paz».
La contradictoriedad o lucha de tendencias (políticas, cosmovisionales...) no es, pues, el peligro, sino ese querer organizar, dirigir y asegurar o reforzar órdenes, ese producir técnico que cree «poner orden» en el mundo, cuando en realidad, tal ordenar destruye «todo ordo, es decir, toda jerarquía, porque la uniformidad del elaborar lo achata y de esta suerte elimina del ser el ámbito de un posible origen de rango y reconocimiento» (¿Para qué ser poeta?, Conferencia dictada a la memoria de R. M. Rilke el 29 de Diciembre de 1926).
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No necesitaré subrayar las dificultades que para una filosofía práctica centrada en el primado de la praxeología concreta, de la fijación y plausibilización de fines de acuerdo con valoraciones y valores debatidos y racionalmente asumidos, presenta este enfoque -que es, en definitiva, el de la disolución ontológica de la ética-. Todos los matices diferenciales, los esbozos de divergencias, son homogeneizados -como sabemos ya- por Heidegger en cuanto efectuaciones de una voluntad de voluntad, genuino Supersujeto situado más allá o más acá de la usual dialéctica sujeto/objeto, que siempre se confirma y refuerza. Puestas así las cosas, consumado el nihilismo -en un «in-mundo» en el que «lo humano del hombre y lo cósico de las cosas se disuelven en el seno de un producir que se impone en el calculado valor de cambio de un mercado que no sólo abarca la tierra entera, como mercado mundial, sino que como voluntad de voluntad mercadea en la esencia del ser y de esta suerte lleva todo ente al actuar de un calcular que domina tanto más intensamente allí donde menos se precisa de los cálculos» (¿Para qué ser poeta?)- poco espacio queda para una decisión racional que presupone diferencias y órdenes de valoraciones. O para una asunción de responsabilidad ético-política intersubjetivamente vinculante y sometida al primado de la concreción.
El propio Heidegger lo reconoce, por lo demás, explícitamente: en este terreno último, categorías como sentido o sinsentido, valor... no son el caso. «La incondicional uniformidad de todos los actuantes humanos de la tierra» -leemos en Superación...- «bajo el dominio de la voluntad evidencia la falta de sentido de la acción humana puesta absolutamente». Y:
«Los signos del último estado de abandono del ser son las invocaciones de “ideas” y “valores”, el confuso ir y venir de la proclamación de la “acción” y de la imprescindibilidad del “espíritu”. Todo esto viene ya tensamente inserto en el mecanismo del equipamiento del proceso de ordenación. Este mismo está determinado por el vacío del estado de abandono del ser, dentro del que el uso agostador del ente para el hacer de la técnica, al que también pertenece la cultura, es la única salida por la que el hombre obstinado por sí mismo, codicioso de sí, puede salvar aún la subjetividad en la super-humanidad. Infra-humanidad y supra-humanidad son lo mismo: van de consuno... (pero) tienen que ser pensadas aquí metafísicamente, no como valores morales.»
Poco lugar queda aquí, por otra parte, en este mundo errante, para dirección alguna, en el sentido del liderato político o de la guía moral. En su «supra-humanidad» los líderes son los primeros «empleados» dentro del curso del negocio del incondicional uso agostante de lo ente al servicio del aseguramiento del vacío del estado de abandono del ser, son los «funcionarios de la planificación total».
Si el juicio que este estado de cosas merece no puede ser trivialmente moral -por su propia condición-límite, por su calidad de destino-, tampoco su calificación en términos de «pesimismo» u «optimismo» parece pertinente:
«La decadencia espiritual de la tierra está tan avanzada que los pueblos amenazan con perder la última fuerza espiritual que puede hacer posible percibir la decadencia (mentada en relación con el destino del ser) y calibrarla como tal. Esta sencilla constatación nada tiene que ver con el pesimismo cultural, ni tampoco con el optimismo, por supuesto: porque la desertización del mundo, la huida de los dioses, la destrucción de la tierra, la masificación de los hombres, la sospecha llena de odio a que es sometido todo lo creador y libre han alcanzado ya tales dimensiones en la tierra entera, que categorías tan infantiles como pesimismo y optimismo hace mucho que no resultan ya sino risibles.» (Introducción...)
Con todo, a este nivel propiamente luciferino de lucidez, digámoslo así, aún cabe algún que otro juicio político, por mucho que a la vista de la amplitud y profundidad epocales de lo que está en juego Heidegger rechace explícitamente, con toda consecuencia, las categorías político-sociales y morales al uso, «cortas de miras y de aliento escaso», como podemos leer en ¿Qué significa pensar?
En esta misma obra, de comienzos de la década de los cincuenta, deja claro Heidegger, por ejemplo, su opinión negativa sobre los que intentan recomponer Europa de acuerdo con criterios propios de los años veinte, cuyo inmediato fracaso es ya historia vivida. Opinión que enlaza, ciertamente, con la valorización relativamente positiva que le merecen movimientos usualmente caracterizados como totalitarios, en el sentido de su tantas veces glosado reconocimiento, en Introducción..., de «verdad interna» y «grandeza» al nacionalsocialismo o de su percepción, en la Carta sobre el humanismo (1949), del comunismo oriental como algo en lo que se expresa -y no por azar o inconscientemente, como en «lo americano»- una «experiencia elemental» de lo que «histórico-mundialmente es el caso». Estos movimientos consuman, en efecto, a sus ojos, de modo consciente, buscado y pleno la voluntad de voluntad que protagoniza y empapa nuestro mundo, en tanto que las fuerzas «mediadoras», «retardatarias» -las democracias liberales occidentales, la visión cristiana del mundo-, se quedan en la pura imperfección, en el mal término medio. Heidegger no ve en ellas, pues, sino mediocridad: «medianías que en el actual estadio de la historia del planeta no encontrarán su sitio» (Nietzsche I, obra en la que Heidegger trabajó entre 1936 y 1946). Los objetivos, fines y medios, las causas y los efectos que se representan los defensores de esos modelos cortos de miras, que en la engañosa esperanza de salvar los valores morales o religiosos tradicionales intentan mediar entre lo heredado y el progreso, y que están en la raíz de sus esfuerzos, muchas veces bienintencionados, resultan, pues, para Heidegger, en cuanto tales representaciones, inútiles para una toma de posición abierta frente a lo que realmente hay. Son seinsgeschichtlich inválidos. (En los cuatro seminarios de Le Thor y Zähringen -1966/1973- Heidegger llegará incluso a exaltar a Marx como «pensador de la técnica»: nihilista consumado. Y al marxismo, como ya en la Carta..., como consciencia lúcida de lo que el americanismo vela y disfraza.)
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La vieja temática de la «tragedia de la cultura moderna» cobra así nueva vida -una vida indiscutiblemente idiosincrática, desde luego- en Martin Heidegger, al igual que los tópicos centrales de la crítica radical de la Modernidad:
- la consciencia rilkeana de la alienación total del hombre moderno y su contra-tema, el de la autenticidad -«Dios mío, es que está todo hecho. Se llega, se encuentra uno una existencia ya preparada, no hay más que revestirse con ella» (Los apuntes de Malte Laurids Brige (1910)-, incluyendo en él la ambición de una «muerte propia»;
- el abismo thomasmanniano entre arte y vida, así como la contraposición entre cultura y civilización tan instructivamente llevada al límite en ese alegato contra la Ilustración francesa e inglesa que son las Consideraciones de un apolítico;
- la insistencia de Simmel en las «disonancias» de la vida moderna y, muy especialmente, en la ruptura, en nuestra época, del viejo equilibrio en un tono integrado de «cultura objetiva» -las instituciones, conocimientos, actitudes, etc., que el hombre ha ido desarrollando a lo largo de la historia- y «cultura subjetiva» -el aprovechamiento que el hombre hace de todo ello para su cultivo interior-, hasta el punto de que las máquinas, utillajes y aparatos que el mismo hombre ha fabricado, se le escapan de las manos y se le oponen con un poder externo del que se diría que tiene vida propia;
- la crítica del desarraigo del hombre y del pensamiento actuales, de su pérdida de suelo natal, en un marco general de desagregación social, sugerida y desarrollada influyentemente por Tönnies al hilo ya de su propia distinción entre comunidad y sociedad;
- las transformaciones en el estilo artístico ocurridas durante el período 1890-1920 ss.: transición del naturalismo -más o menos inspirado en la ciencia «materialista» de la segunda mitad del XIX- al expresionismo, en un proceso paralelo al contemporáneo de la «crisis de fundamentación» de las ciencias naturales y formales;
- las múltiples glosas de la fragmentación y de la crisis, de la impotencia ética de la razón científica y de la decadencia misma de una sociedad y una cultura en fase presuntamente «terminal» cobijadas en un plexo literario de rara riqueza -de la Chandos Brief de Hoffmannsthal a El hombre sin atributos de Musil-;
- la influyente crítica desarrollada por el joven Lukács -en sintonía con toda esta galaxia- del creciente dominio de lo mecánico, de las fuerzas automáticas ajenas a nosotros, de las instituciones y convenciones irreconciliables con el pálpito singular de lo individual-humano, del mundo del aislamiento y de la radical escisión entre lo interior y lo exterior, entre la subjetividad descentrada y fragmentada y el dominio de las grandes objetivaciones dotadas de una lógica propia e implacable, del mundo, en fin, de lo cuantitativo en trance de universalización y de la voracidad creciente del valor de cambio y del cálculo...
- y, en suma, la caracterización weberiana de la racionalidad occidental en términos de racionalidad mesológica (o instrumental, como luego dirían los frankfurtianos), una racionalidad -doblada, en lo que hace a los valores, de politeísmo- potente en el cálculo de medio para fines dados e impotente en lo que hace a la estipulación de estos mismos fines, que no dejan de ser, en una última mirada, los del sistema: la «jaula de hierro»,
todo ello opera, en efecto, a pesar de su singularidad estilística, con fuerza a un tiempo hermenéutica y constituyente en el universo conceptual creado por Heidegger desde su inicial crítica tecno-científica y del primado de un pensar meramente calculístico.
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